Aniversarios

20/8/2018

A 50 años de la invasión soviética a Checoslovaquia

El final sangriento de la “Primavera de Praga”

Fue en la madrugada del 20 al 21 de agosto de 1968, hace 50 años, cuando medio millón de soldados rusos, con 7 mil tanques, entraron en Checoslovaquia  (dividida hoy en República Checa y Eslovaquia) para aplastar en sangre lo que se llamó “Primavera de Praga” ¿Qué fue aquello? Una continuación, a su modo, de los grandes levantamientos obreros contra la tiranía estalinista en Berlín (1953) y en Hungría (1956). Es decir del largo proceso de descomposición y disgregación de la burocracia soviética y sus satélites.


Fue, también, uno de los procesos más distorsionados y fraguados por las más diversas corrientes historiográficas, que desde siempre han intentado presentarlo como un levantamiento de intelectuales —escritores y estudiantes— en defensa de los derechos civiles contra un régimen despótico. Doblemente perversa por lo que tiene de verdad, esa versión de la historia oculta la fortísima y decisiva participación obrera en aquellas jornadas.


En principio, ha de tenerse en cuenta el panorama internacional de aquel año extraordinario: la Ofensiva del Tet en Vietnam (las guerrillas del Norte llegaron a tomar la embajada norteamericana), el Mayo Francés, los 400 estudiantes mexicanos asesinados en la Masacre de Tlatelolco, la insurgencia extendida en América Latina (ya se preparaba el Cordobazo argentino del año siguiente), la asunción presidencial de Salvador Allende en Chile y el levantamiento de obreros de los astilleros polacos. Y, por supuesto, la influencia plena de la Revolución Cubana de 1959.


En Checoslovaquia, el movimiento de escritores y estudiantes comenzado en 1967 contra el régimen de Klement Gottwald derivó en asambleas obreras que por centenares comenzaron a destituir burócratas y constituir organizaciones de base, independientes del régimen. Esa situación, incontrolable para los burócratas, hizo inevitable la caída de Gottwald, reemplazado por el “reformista” Antonin Novotny, hasta la víspera miembro del “ala dura” del partido e internacionalmente opositor al proceso de “desestalinización” promovido por Nikita Jruschev en el XX Congreso del PCUS en 1956 (Stalin había muerto en 1953).


Junto con Novotny llegó el economista Ota Šik, y con ambos el llamado “Programa de Acción”, que junto con una cantidad de libertades civiles (libertad de prensa y expresión, de circulación, mayor acceso a bienes de consumo y hasta la posibilidad de un gobierno multipartidario junto con limitaciones al poder de la policía secreta), promovía una fuerte apertura a los mercados internacionales en una perspectiva restauradora.


Checoslovaquia había sido una de las diez naciones más industrializadas del mundo antes de la II Guerra Mundial, pero el estalinismo concentró la producción industrial en la fabricación de armas, produjo un desastre económico, la colectivización forzada en el campo provocó campañas agrícolas calamitosas y, todo ello, una devaluación general que perjudicó ante todo a los asalariados, escasez de alimentos e inflación.


Casi de inmediato estallaron grandes huelgas en Plezň, la principal ciudad de la Bohemia occidental. Hubo allí lucha de barricadas y consignas antiburocráticas. Novotny había perdido todo respaldo y en diciembre de 1967, después de una visita del jefe soviético Leonid Brézhnev a Praga, fue destituido y relevado por el también “reformista” Alexander Dubček, quien acentuó las reformas de mercado ante la caída de las exportaciones. El 26 de junio de 1968 se abolió formalmente la censura, se constituyó el Partido Social Demócrata y otros independientes, junto  con clubes sin filiación política. Las críticas a la burocracia soviética empezaron a abundar en los grandes medios de comunicación.


Mientras se formaban consejos obreros (soviets) en las principales ciudades checas, manifestaban su solidaridad con las reformas de mercado dispuestas por Praga y criticaban duramente a la jerarquía del Kremlin el rumano Nicolae Ceasescu y el yugoslavo Josep Broz Tito, lo cual indicaba el resquebrajamiento internacional de la burocracia. La caída del final del estalinismo se haría esperar todavía un par de décadas, pero ya era imparable.


En Checoslovaquia, el estalinismo había hecho lo posible por gobernar con la burguesía en el llamado Frente Nacional instaurado en 1945, que decía ser un régimen de “democracia popular”. La resistencia checa al nazismo fue desplazada y colocados en su lugar burócratas del PC que habían  visto transcurrir la guerra exiliados en Moscú.


No fue, sin embargo, un proceso de coser y cantar. Por el contrario, se formaron consejos obreros en las minas de carbón de Ostrera y del norte de Bohemia, que organizaron huelgas y manifestaciones para impedir que las minas quedaran en manos de capitalistas. Rápidamente el movimiento se extendió a los trabajadores de las centrales eléctricas y a los bancarios.


En 1948, esa situación interna, junto con las fuertes tensiones de Moscú con el imperialismo, generaron una crisis en la coalición de gobierno del PC con la burguesía. Se procedió entonces, en 1949, a la expropiación burocrática del capital mientras los consejos obreros eran suprimidos a la fuerza. Checoslovaquia registró un retroceso industrial insólito entre 1949 y 1963. Mientras tanto, la intervención de los trabajadores se eliminaba con purgas, procesos farsescos (una copia de los Juicios de Moscú), represión a gran escala y, en fin, un régimen de terror. Ese estado de cosas se daría vuelta radicalmente en 1967/68.


El “reformista” Dubček, quien, debe señalarse, había sido cómplice de aquellos juicios fraguados y respaldado la masacre de obreros húngaros en 1956, la emprendía ahora contra la planificación económica —que, cierto es, en manos de jerarcas estalinistas había dado resultados calamitosos— y hacía que las empresas compitieran entre sí, mientras favorecía la penetración de capitales extranjeros. Los trabajadores, entretanto, organizaban sindicatos independientes en defensa de sus derechos perdidos, mientras los sectores intelectuales hacían hincapié en los derechos civiles y dejaban en segundo o tercer plano las demandas obreras. Aun así, en junio las grandes plantas CDK en Praga, y Škoda en Plezň constituían sus consejos obreros. A fines de junio se conoció el “Manifiesto de las 2 mil palabras”, de tendencias democratizantes pero, por primera vez, orientado directamente contra los burócratas del Kremlin, que a toda costa pretendían impedir la reunión del XIV Congreso del PC checoslovaco.


El 3 de agosto la Unión Soviética, la República Democrática Alemana, Bulgaria y Checoslovaquia (asistieron los sectores más conservadores del PC, que como se sabría en 1990 pedían la intervención militar por parte de Moscú) produjeron la Declaración de Bratislava  que hablaba de la necesidad de luchar contra las “tendencias burguesas y antisocialistas”. Ya en marzo los “Cinco de Varsovia” (URSS, Hungría, Polonia, Bulgaria y la RDA), habían emitido una declaración según la cual se abría en Checoslovaquia una situación “similar al prólogo de la contrarrevolución húngara”. Inmediatamente después de la Declaración de Bratislava, Moscú dispuso un extendido despliegue militar en las fronteras con Checoslovaquia.


Entre la noche del 20 de agosto y la madrugada del 21, medio millón de soldados soviéticos (con la compañía de algunas unidades de otros países del Pacto de Varsovia) entraron en Praga, destruyeron a cañonazos Radio Praga y ocuparon el aeropuerto internacional de Ruzzně, en Praga, desde donde desplegaron más tropas por vía aérea. Dubček convocó a una inútil resistencia armada que en ningún momento había preparado.


El gran objetivo de la invasión, que era impedir el funcionamiento del XIV Congreso del PCCh e instaurar un régimen de terror, fracasó rotundamente. El Congreso se reunió en la clandestinidad y uno de sus delegados resumió el espíritu general: “No estamos poniendo en peligro al socialismo sino a la burocracia”. Sin embargo, ni siquiera esos sectores estaban dispuestos a organizar la resistencia a la invasión y menos aún a reorganizar los consejos obreros.


No obstante, la resistencia se desenvolvió por redes clandestinas e informales, organizadas espontáneamente por trabajadores sin dirección centralizada ni partido. Fue lo que se llamó la “clandestinidad revolucionaria” y obligó a Brézhnev a admitir que la invasión había tenido “resultados altamente insatisfactorios”. Por doquier proliferaban las huelgas y el boicot a los transportes para dificultar la llegada de pertrechos a las fuerzas invasoras. En Moscú, manifestaciones en solidaridad con los trabajadores checos fueron reprimidas con particular brutalidad.


A tal punto el objetivo de fondo  de la invasión resultó un fracaso que el Kremlin se vio obligado a reponer en el gobierno, provisoriamente, a Dubček, a quien llevaron a Moscú y lo obligaron a firmar, bajo presión, el Protocolo de Moscú. Entretanto, el Consejo de Seguridad de la ONU, reunido al efecto, no llegó ni siquiera a emitir una declaración: era evidente que tampoco el imperialismo quería una revolución obrera contra la burocracia, a la espera de que ésta se derrumbara por sí y pudiera producir una restauración sin mayores convulsiones. El embajador soviético ante la ONU dijo que la invasión había sido una “ayuda fraterna” de la URSS a Checoslovaquia.


En 1969, después de contribuir a desarmar en todo sentido a la resistencia, Dubček fue expulsado del partido y trabajó hasta su jubilación de guardia forestal.


El proceso de disgregación y descomposición de la burocracia estalinista entraba, definitivamente, en su etapa final.