El Rodrigazo y la huelga general

HACE 38 AÑOS

Cuando el ingeniero Celestino Rodrigo se hizo cargo del Ministerio de Economía, el 2 de junio de 1975, se propuso aplicar un plan feroz contra los trabajadores, cuando la disciplina laboral estaba quebrada. El activismo fermentaba en las fábricas, en especial porque el foquismo se encontraba en reflujo. El gobierno aceptaba, con ese plan, un riesgo incalculable, lo cual indica la profundidad de la crisis que sufría. También mostraba su tendencia a la provocación.


Al comenzar junio de 1975, la brecha cambiaria entre el dólar oficial y el paralelo (el "blue" de la época) tocaba el 210 por ciento. Esto es: el sistema monetario argentino se había astillado. El miércoles 4 de junio, Rodrigo decidió por decreto una devaluación que llevó el precio del dólar comercial de 10 a 26 pesos. En la calle, la divisa norteamericana costaba 45 pesos. Las naftas aumentaron en promedio un 170 por ciento, así como un 60 por ciento las tarifas del gas y la electricidad.


En cuanto el plan era ejecutado directamente por la camarilla terrorista (Isabel Perón, José López Rega y compañía), su derrota abría "la perspectiva de destruir el aparato represivo del gobierno peronista y del conjunto del Estado burgués" (Política Obrera Nº 232, 11/6/1975).


La respuesta obrera fue enorme. El 12 de junio había 80 mil huelguistas en Córdoba, quienes exigían un 100 por ciento de aumento salarial en las paritarias. Ese mismo día, 8 mil metalúrgicos del Gran Buenos Aires declararon el paro activo. El 17, más de 10 mil mecánicos de la Ford marcharon por la Panamericana contra los intentos gubernamentales de ponerles a las paritarias un tope del 45 por ciento. Otros 10 mil trabajadores de los astilleros de Ensenada hacían lo mismo, mientras iban a la huelga la Fiat de Sauce Viejo (Santa Fe), junto con otras grandes automotrices y metalúrgicas en el GBA, La Plata, Mendoza, Córdoba y Rosario. Isabel Perón, que se proponía suspender las paritarias, debió hablar para anunciar que se mantendrían.


La clase obrera, sublevada


La burocracia cumplió su papel como pudo, hasta donde le fue posible. Negoció con el gobierno un acuerdo del cual no se conocían los términos. La respuesta obrera, al margen de los sindicatos, logró que todos los topes que el gobierno intentó imponerles a los aumentos salariales saltaran por el aire (primero había sido un 25 por ciento, luego un 38). Por fin, la Uocra firmó su convenio por un 45 por ciento, el nuevo límite que el gobierno quería establecer. También eso fracasó, porque otros gremios firmaron por el 60 y la UOM obtuvo un 150 por ciento de aumento, aunque sólo para algunas de sus ramas. La burocracia procuraba colocar los aumentos en un nivel que el gobierno pudiera aceptar, lo cual ya era imposible. La Uocra se vio obligada a denunciar el convenio que ella misma había firmado y a pedir un aumento mayor.


Durante dos semanas, el país había sido un reguero de huelgas por 24 ó 48 horas, con asambleas, paros activos, manifestaciones. El terrorismo estatal, el estado de sitio, la ley de seguridad, la de defensa, la Triple A, todo eso se derrumbaba por los efectos de la huelga. La lucha obrera demolía todas las prohibiciones: la de reunión, la de huelga, la de manifestación.


El jueves 26 de junio fue el día de una de las mayores movilizaciones de masas de la historia argentina: más de 250 mil personas se concentraron en la Plaza de Mayo para exigir la homologación de los convenios, y casi 2 millones hicieron lo mismo en el interior. "Buenos Aires y el país estuvieron hoy en manos de la clase obrera", decía una declaración de Política Obrera (PO Nº 234, 27/6/1975).


Estalla la huelga


El 28 de junio cambió todo. Ese día, la señora de Perón anunció por la cadena nacional que las paritarias quedaban anuladas y se daba por decreto un aumento del 50 por ciento. Entonces sí, la situación estalló. La huelga general que siguió a ese anuncio presidencial produjo "una situación en que los explotados y oprimidos están apretando a fondo; una huelga general que, objetivamente, priva al Estado patronal de toda capacidad de actuar, y que, impulsada hasta el final, significa el poder obrero" (Política Obrera Nº 235, 4/7/1975).


Se trataba -señalaba PO-, de impulsar la ocupación de fábricas por comités interfabriles de cuerpos de delegados y comisiones internas de cada zona, agitar por la convocatoria a un congreso de bases de la CGT. "De un recambio burgués, la clase obrera sólo obtendrá migajas", añadía PO.


Se trataba de una huelga nacida en los lugares de trabajo, en asambleas, a pesar y en contra de la burocracia. No obstante, se debía tener en cuenta que "…al lado de la política conscientemente contrarrevolucionaria del oportunismo está el hecho efectivo, verdaderamente importante, de la contradicción entre el accionar del proletariado y la conciencia que éste tiene de la lucha. Esto le da al oportunismo la ilusión de que está con las masas, cuando en realidad las traiciona (…) la conciencia de la clase obrera tiene un fenomenal retraso en relación con su propia lucha, y esto constituye la ventaja principal de la burguesía para derrotar la huelga general" (ídem).


Por su lado, la burocracia hacía lo necesario para que la huelga se fraccionara, se hiciera discontinua y no hubiera ocupaciones. Los burócratas apuntaban a romper la huelga por los sectores más débiles. La extrema derecha del peronismo organizaba bandas armadas con ese propósito. La huelga, sin embargo, crecía y se fortalecía contra todos los obstáculos. Y asomaba una novedad decisiva: la extensión de las coordinadoras interfabriles. En la zona norte del GBA, una coordinadora fabril reunía a las 50 fábricas más grandes de la regional y había tenido que dividir su funcionamiento en cuatro sub-regiones. Las patronales, ahora, se alineaban detrás de las Fuerzas Armadas (su portavoz periodístico era La Opinión, de Jacobo Timerman) y pedían la renuncia del gabinete para descomprimir la situación.


El viernes 4, por la noche, la CGT convocó a la huelga general por 48 horas, para el lunes 7 el martes 8. En verdad, se trataba de una maniobra, de dar con un paro sin movilización -un feriado largo de cinco días (incluido el 9 de julio)- para evitar así marchas y ocupaciones. La CGT criticaba con dureza a la camarilla de López Rega, pero no pedía su renuncia. Al mismo tiempo, seguía manifestando su respaldo al mismo gobierno contra el que declaraba la huelga.


La victoria frustrada


Frente a la desintegración del gobierno, el domingo 6 los comandantes militares se aseguraron que el parlamento eligiera presidente del Senado para garantizar una línea de sucesión presidencial. Esa misma noche, los jefes de las Fuerzas Armadas fueron a ver a la Presidenta para decirle que era indispensable homologar los convenios firmados en las paritarias. La situación no daba para más, desbordaba por todos lados. Por fin, entonces, hubo acuerdo con la CGT. Los convenios se homologaron y la huelga fue levantada. Política Obrera (ídem anterior) escribió: "La burocracia comete la máxima traición. Si bien salió con los convenios, la situación ya estaba superada por la resistencia del gobierno y por la huelga general (…) Si hubiera llamado a consultar a las bases, la huelga no se habría levantado. La huelga estaba planteando, tanto objetiva como subjetivamente, una barrida política a fondo de la reacción ¡En pleno paro, la derecha asesinó a diez personas de izquierda!".


"Se desmovilizó a la clase, mientras los problemas eran ahora -como resultado de todo el enfrentamiento- más graves que antes".


"De esta manera, la victoria se transformó en una ficción, fue frustrada. Sólo quienes buscan evitar la revolución obrera pueden proclamar como una victoria la desmovilización de las masas con el 90 por ciento de sus aspiraciones sociales y democráticas sin resolver".


"Inmediatamente después de levantado el paro, el subsecretario de Economía declaró que la homologación no afectaba al plan, porque éste podía sobrevivir por otra vía: nuevos aumentos masivos de precios. Lo importante era conseguir la desmovilización obrera".


Las coordinadoras, la crisis de dirección


El domingo 25 de julio, un plenario de coordinadoras fabriles del GBA reunió a 110 fábricas, entre ellas varias de las más grandes (General Motors, Ford, Fate, Abril, Rigolleau, Molinos, Squibb, Del Carlo, Indiel y unas cuantas más de esa envergadura). Esas coordinadoras eran un producto de la huelga general, de la huelga política de masas de junio y julio. Esos organismos "tienen características soviéticas; es decir, de órganos netamente políticos de las masas sin distinción" (ídem).


Esas coordinadoras eran todavía, sin embargo, muy minoritarias. Sus grandes tareas consistían, por lo tanto, en extenderse mucho más en cuanto órganos políticos de las masas. Por otra parte, en algunas fábricas las bases desconocían la participación de las comisiones internas en las coordinadoras.


No obstante, la mayor de sus limitaciones estaba dada por las direcciones de esas mismas coordinadoras, en las que predominaba la Juventud Trabajadora Peronista (JTP), vinculada con Montoneros. Por eso, la mesa de conducción de las coordinadoras no formuló ninguna alternativa política ante la crisis revolucionaria que comenzaba a abrirse: el programa que presentó rescataba el del gobierno de marzo de 1973. Promovía, además, la "unidad nacional". Muy pronto empezaron los despidos en masa en Rosario, Córdoba y el Gran Buenos Aires. Hubo suspensiones y retiros voluntarios. En las grandes fábricas se hacía notar la parálisis del activismo y la fuerte represión de las patotas de la burocracia. La salida de López Rega y de Rodrigo del gobierno dio lugar a lo que se llamó "lopezrreguismo sin López Rega". La JP y Montoneros empezaron a armar el Partido Peronista Auténtico, un arma electoral. "Esta situación es el resultado de haber levantado la huelga general. La clase obrera ha sido desmovilizada, y sobre este hecho se basa la ofensiva patronal" (Política Obrera Nº 238, 1°/9/1975).


Así empezaron a crearse las condiciones para que el terrorismo del gobierno peronista encontrara una eclosión alucinante en el golpe de marzo de 1976.