Entre la guerra y la revolución

Segunda parte

Trotsky y la Cuarta Internacional habían caracterizado tempranamente, a través de documentos, consignas y polémicas, las fuerzas en pugna y las perspectivas que podían abrirse con la Segunda Guerra Mundial. El objetivo central era construir organizaciones y un programa para intervenir.


Los acontecimientos confirmaron buena parte de sus pronósticos, en especial el desencadenamiento de un gigantesco proceso revolucionario. Pese a contar con militantes en distintos frentes y haber desarrollado acciones de un coraje inmenso, la represión, el aislamiento, las difíciles condiciones de la militancia clandestina y errores políticos, la Cuarta Internacional -en términos generales- no logró incidir en el destino de ese proceso.


Derrotismo y defensismo


La Segunda Guerra fue una guerra imperialista y contrarrevolucionaria desde antes de su declaración formal en septiembre de 1939, luego del Pacto de “no agresión” entre Hitler y Stalin, y la invasión nazi a Polonia. Una guerra por el reparto de mercados, pero en la cual, además, para las potencias imperialistas occidentales, el expansionismo nazi de mediados de los ’30 abría la posibilidad de una guerra abierta y contrarrevolucionaria contra la Unión Soviética en tiempos de crisis capitalista, Gran Depresión y levantamientos obreros en España y Francia.


Con la táctica del Blitzkrieg (“guerra relámpago”) el ejército nazi, derrotó y ocupó rápidamente Polonia, Dinamarca y Noruega. Para mediados de 1940, sumó a Holanda, Bélgica, Luxemburgo y Francia.


Japón, por su parte, hizo lo propio en el Pacífico, ocupando buena parte de China y colonias europeas y norteamericanas. Antes de iniciar la ofensiva contra la Unión Soviética, Italia y Alemania también ocuparon los Balcanes (Albania, Yugoslavia y Grecia).


En todos estos países se formaron fuertes movimientos de lucha y resistencia por la expulsión de los invasores, que replantearon el vínculo entre la lucha nacional y la lucha de clases.


La presión democratizante y “progresista”, luego del acuerdo entre Hitler y Stalin, llevó a que muchos izquierdistas (y trotskistas) abandonaran la defensa de la URSS y se alinearan en una supuesta cruzada de la democracia “contra el totalitarismo”. Después del ataque a la URSS (junio de 1941) esa misma presión se volcó al apoyo al “imperialismo democrático” y a promover el frente único con las burguesías en la lucha contra la ocupación alemana.


Esto llevó a que dentro de la Cuarta Internacional aparecieran cuestionamientos a la tesis de que todos los campos imperialistas en disputa fueran igualmente contrarrevolucionarios. En Francia, por ejemplo, algunos comenzaron a defender consignas de liberación nacional convocando a la burguesía (imperialista) francesa a un frente único para la “liberación y vigilancia nacional”. Jean Rous, que previamente había apoyado a Trotsky en muchas de las luchas de facciones de la sección francesa y había sido miembro del primer Secretariado Internacional (SI), llevó al extremo esta posición. Rous rompió con el Partido Obrero Internacionalista (POI) para fundar el Movimiento Nacional Revolucionario.


Posiciones similares se extendieron a otras secciones europeas. Los Comunistas Internacionalistas de Alemania (IKD), casi todos en el exilio, desmoralizada por años de emigración y persecución llegó a postular en un documento de 1941, denominado “Tres tesis”, que el fascismo suponía una nueva etapa histórica y que, para combatirlo, había que luchar por una recuperación democrática como en el siglo XIX.


Por lo tanto, aunque algunos aceptaban formalmente que se trataba de una guerra interimperialista por el reparto de las colonias y el dominio del mercado mundial, se establecía una diferencia cualitativa entre ambos campos, acentuado, además, porque la URSS era parte del bloque anti-alemán.


El stalinismo jugaba un rol central en promover esta política retomando la política del frente popular que llevó a la derrota a las revoluciones en Francia y España. Con el argumento de que para “defender la URSS” había que sostener a sus aliados, llegaron a apoyar al imperialismo británico, francés o estadounidense en las colonias y semicolonias.


Las circunstancias coyunturales (la ocupación o agresión nazi) no pueden sustituir una caracterización general del carácter imperialista de la guerra y de las fuerzas en pugna. Trotsky había señalado tajantemente que la defensa de la Unión Soviética debía ir unida a la lucha por transformar la guerra en una guerra civil contra los Estados imperialistas, incluidos los “aliados”.


El caso francés era paradigmático porque su burguesía -que le temía más a su propia clase obrera que a Hitler- había llevado adelante un derrotismo contrarrevolucionario en función de la colaboración con los nazis y mantuvo administraciones coloniales y parte de su ejército en Asia y Africa. Francia quedó dividida en dos: la región norte (París incluida) bajo control alemán y la región sur bajo un gobierno francés “libre” (títere) con sede en Vichy, encabezado por el mariscal nacionalista conservador Philippe Petáin. En Inglaterra, en cambio, hubo una voluntad “defensista” encarnada en la figura de Churchill que desactivó los intentos por firmar un armisticio con Hitler de sectores del gobierno y la monarquía, y concretó la “unión sagrada” con laboristas y stalinistas.


En países como Yugoslavia, Albania o Grecia, la situación fue diferente, y la lucha contra la ocupación desencadenó procesos revolucionarios y guerras civiles contra la restauración burguesa y monárquica. Lo mismo en las colonias y semicolonias.


La lucha armada


La guerra supuso una militarización masiva. Ejércitos de millones de hombres en uniforme, conscripción obligatoria y reclutamientos voluntarios. La economía de guerra, con una enorme industria armamentística, supuso la proletarización masiva de hombres y mujeres, y los Estados desenvolvieron una maquinaria de agitación política y propaganda para convocar a los civiles a participar de la cruzada. Muchos lo hicieron formando ejércitos irregulares y milicias partisanas revolucionarias.


Trotsky había discutido, en particular con el SWP norteamericano, que en un período de guerra y militarismo universal, contra el pacifismo y el abstencionismo, los revolucionarios socialistas debían intervenir con un programa de transición militar para jugar un papel entre los millones de proletarios en armas. Participar en forma activa e independiente, tanto en ejércitos regulares como entre los partisanos, significaba ganar posiciones en el movimiento general y disputar su dirección.


En Europa, los partidos comunistas protagonizaron la mayoría de los movimientos armados. Aparecían frente a las masas liderando la victoria sobre el fascismo e imponiéndose frente a los partidos burgueses completamente desacreditados por su colaboracionismo con los nazis. Se recostaban en el prestigio de la URSS que, durante años, enfrentó los embates en el frente oriental. La alianza angloamericana había demorado lo más posible la apertura de un segundo frente en Europa -que desviara la presión alemana- porque especulaba con una mutua destrucción y debilitamiento de nazis y soviéticos en función de un nuevo orden mundial de posguerra. Recién lo hicieron una vez que el Ejército Rojo comenzó a derrotar al ejército nazi, liberando los países ocupados, y cuando la clase obrera y los guerrilleros armados vencían a los fascistas en vastas regiones.


Las debilidades y dificultades políticas y organizativas de la Cuarta Internacional eran directamente proporcionales a su capacidad de disputa en la dirección de las masas al stalinismo. Gran parte de las secciones europeas no estaban formadas en la militancia clandestina y sufrieron los durísimos golpes de la represión conjunta de nazis y stalinistas frente a cada intento de trabajo e infiltración. Cuando los trotskistas griegos formaron una milicia para participar del Elas (ejército de la resistencia) fueron fusilados masivamente por el comando stalinista. Una política militar requería de una aplicación específica y cuidadosa en ese contexto tan complejo. En ese cuadro, algunas secciones lo rechazaron argumentando equivocadamente que podría favorecer el chauvinismo y el defensismo.


Democracia y stalinismo


La posibilidad de la reconstrucción democrática de Europa y el rol del stalinismo dominaron algunos de los debates en la Cuarta Internacional. Ni el Comité Europeo (reconstruido en un congreso clandestino de 1944) ni el Secretariado Internacional (funcionaba en Nueva York) consideraron la posibilidad de un aggiornamento democrático en la inmediata posguerra señalando que se estaba abriendo una crisis social-revolucionaria que el stalinismo no podría contener. Sus análisis giraban en torno de la misma predicción: la victoria de los imperialismos democráticos se transformaría, en el corto plazo, en dictaduras totalitarias.


Sin embargo, esta concepción pasó por alto que los países capitalistas, sacudidos por una intensa movilización obrera, no tenían condiciones para implantar regímenes totalitarios. El fin de la guerra llegó con levantamientos revolucionarios y había sido el Ejército Rojo, que había derrotado al nazismo con el enorme esfuerzo y movilización de la clase obrera y el campesinado ruso. La burocracia soviética fue el principal aliado del imperialismo y la “democracia” el vehículo de la contrarrevolución.


Un sector del SWP (Morrow) sostenía que era necesario levantar consignas democráticas radicales (contra la monarquía y por una Asamblea Constituyente para Italia, por ejemplo), entendiendo que se debía confrontar a una política que el imperialismo iba a desarrollar en el terreno parlamentario y democrático burgués.


Una de las principales novedades que deparó la etapa final de la guerra es que el pronóstico de Trotsky acerca de que la guerra acabaría con la supremacía burocrática en la Unión Soviética, sea por su derrota o porque la derrota del imperialismo abriría las puertas a una revolución que acabaría con el dominio burocrático, no se produjo de ese modo. La URSS salió victoriosa de la guerra y la burocracia (aliada al imperialismo) tomó todas las acciones para evitar la revolución, tanto el sostén y reconstitución interna y externa de los imperialismos francés e italiano, como la política frente a Alemania para evitar que la caída de Hitler siguiera una perspectiva revolucionaria. El “liberador” Ejército Rojo llevó adelante una política revanchista contra el pueblo alemán que incluyó la destrucción física y moral de la población con saqueos, violaciones y asesinatos masivos, emigraciones forzosas y anexión de tierras. La acción soviética completaba las masacres perpetradas por los bombardeos planificadamente indiscriminados del ejército angloamericano sobre la población civil. A partir de 1943, las cúpulas de los aliados imperialistas buscaron asociar a la burocracia stalinista en una serie de acuerdos políticos (Teherán, Yalta y Potsdam). Stalin preparó esos tratados disolviendo, en pleno ascenso de las masas, la Internacional Comunista.


Una oportunidad


En las colonias y semicolonias, el imperialismo opresor era el aliado a la Unión Soviética, por lo que el stalinismo jugó un rol abiertamente proimperialista, procurando aplacar las resistencias nacionales para favorecer a sus aliados. En este terreno, los trotskistas tuvieron la oportunidad de un amplio intervencionismo en América Latina (Bolivia) y en Asia, en especial Ceylán, donde habían construido un partido de masas.


Sin embargo, aquí también el seguidismo o la disolución en las corrientes nacionalistas en algunos casos (o en la Argentina la identificación del peronismo con el fascismo) impidieron que el protagonismo de las corrientes trotskistas disputara el liderazgo al stalinismo.