La farsa de la tragedia nacionalista

Cristina festeja en el Vaticano

Se acaban de cumplir 25 años del Tratado de la Paz y la Amistad entre Chile y Argentina que selló un histórico enfrentamiento por el canal del Beagle, que amenazó en varias ocasiones con desencadenar un conflicto bélico. Para celebrarlo, las presidentas de ambos países viajaron al Vaticano a agradecerle a Benedicto XVI la mediación que en su momento le cupo a la “santa sede”. Una mediación que tuvo, en esencia, dos actos: el de 1978, que evitó una segura guerra, y el de 1984, que consagró los límites definitivos.

Entre octubre de 1978 y enero de 1979 la tensión se agravó. Las dictaduras de Pinochet y Videla, que se repartían el gobierno a cada lado de los Andes, agitaban su propio chauvinismo y la “defensa de la patria”. Política Obrera decía en su periódico clandestino: “Ambas dictaduras invocan el principio de la soberanía nacional, pero la realidad es que el objetivo de una guerra no es otro que el de decidir quién se encargará de la entrega de esa explotación a los consorcios imperialistas, verdaderos opresores de las naciones latinoamericanas” (Política Obrera 288, 22/9/78).

Una guerra efectiva habría sido una catástrofe política de magnitud para ambos y una feroz crisis política en el cono sur. Como advertía PO, si la dictadura argentina “se lanza a una guerra con Chile habrá dictado su sentencia de muerte” (PO 289, 28/10/78).

Atento a esto, el gobierno de Estados Unidos, que bancaba ambas dictaduras, mandó apaciguar su patio trasero. Entonces entraron en escena el recién elegido Juan Pablo II y su enviado, Antonio Samoré. La acción papal buscó evitar la guerra, claro, pero no como una garantía de paz entre los pueblos (que eran torturados, fusilados y secuestrados en cada país) sino para salvarle las papas a las dictadura asesinas del sur, las mejores garantes de la política imperialista en la región.

Ese fue todo su objetivo.

El segundo capítulo del laudo papal reivindicado por Cristina y Bachelet fue la firma, el 29 de noviembre de 1984, del tratado entre Alfonsín y Pinochet. Después de la capitulación en Malvinas, guerra en la que Juan Pablo II jugó de lleno por la victoria inglesa, y del recambio democrático, el asunto Beagle formó parte de la agenda de la transición impulsada por Raúl Alfonsín.

Los gobiernos de Chile y Argentina aceptaron la mediación papal que ofreció una propuesta de trazado fronterizo definitivo. El arbitraje formaba parte de la estrategia del imperialismo, que apostaba al acuerdo porque necesitaba de la estabilidad política en la región. Una condición necesaria para consolidar un bloque militar bajo su liderazgo en tiempos de guerras en Medio Oriente, de invasión rusa a Afganistán y los ecos de la revolución en Nicaragua y El Salvador.

Con la excusa de conseguir el apoyo popular al acuerdo, Alfonsín convocó, a fines de 1984, a un plebiscito nacional. Una farsa, porque el tratado ya estaba cerrado. Con el pretexto “democrático” y de “hermandad latinoamericana” el gobierno buscaba, en realidad, obtener el aval a una política de acercamiento y vínculo creciente con el FMI en tiempos de salarios miserables y carestía.

La gran mayoría de los partidos políticos se encolumnaron tras la propuesta del gobierno. Solo un pequeño sector del PJ que presidía Vicente Saadi, en el cual se encolumnaban los Kirchner, se opuso al tratado desde una perspectiva chauvinista, denunciando la pérdida de territorio y ocultando la naturaleza proyanqui del tratado que iba tanto contra Argentina como contra Chile. Una política tan limitada como impotente.