Las lecciones de la Comuna de París

-Exclusivo de internet

Se cumplen 140 años del primer intento de la clase obrera de asaltar los cielos. Nunca hasta entonces el poder había estado en manos de los trabajadores. En su corta existencia, la Comuna desarrolló una serie de cambios que impresionaron profundamente al movimiento revolucionario internacional. La Comuna se rebeló como el ejemplo del camino que la clase obrera internacional iba a tomar en el futuro en su lucha por la emancipación.

No es casual que la gesta de los comunards pase hoy desapercibida. El derrumbe capitalista y su descomposición política es la causa de que la burguesía pase de puntillas sobre todo lo que suene a revolucionario. Ni siquiera para presentarla como un acontecimiento de la historia que nunca más ha de volver. Recientemente, “The Wall Street Journal” alertaba que si no se suben los impuestos a los más ricos, puede desencadenarse una revolución social. Si después de 140 años la burguesía teme a la memoria de la Comuna de París como si fuera la peste, ¿qué podemos aprender de ella?

El primer Estado obrero de la historia surgió así, sin previo aviso. Las organizaciones obreras parisinas no estaban preparadas ni se habían planteado la posibilidad de la inminencia de la revolución. La sección de París de la I Internacional carecía de un programa que le permitiera responder a una situación como ésta. Los dirigentes de la Comuna fueron a remolque de los acontecimientos y muchos mantuvieron hasta que no fue demasiado tarde, la nefasta ilusión de que la democracia revolucionaria podía llegar a un acuerdo con la reacción burguesa. No existía un partido obrero arraigado, ni la clase obrera estaba preparada. La mayoría no comprendía con claridad los fines ni los medios que necesitaba para alcanzarlos.

“Asaltar los cielos”

Así definió Marx la primera revolución obrera de la historia. No fue fruto de ningún plan de los revolucionarios, sino consecuencia de una serie de circunstancias: el desastre de la guerra con Alemania (en septiembre de 1780, Napoleón III fue derrotado y apresado), la proclamación de la república y las consecuencias de la derrota (las privaciones y el paro de los trabajadores, la ruina de la pequeña burguesía, el descontento con las clases dirigentes y el temor a que su capitulación fuera parte de un plan para restablecer el imperio y la monarquía).

La oposición, presionada por el movimiento de masas, proclamó la república y formó un “gobierno de defensa nacional”. Las elecciones de febrero a la Asamblea Nacional dieron la mayoría a los conservadores, gracias a un campesinado cansado, que deseaba la paz a toda costa. Thiers, un republicano derechista, fue nombrado jefe de gobierno. El choque era inevitable. La burguesía temía más la presión popular que al ejército alemán. Ante la amenaza, el gobierno decidió capitular ante el invasor y permitir su entrada en la ciudad.

“París en armas, era la revolución en armas. El triunfo sobre el agresor prusiano habría sido el triunfo del obrero francés sobre el capitalista francés y sus parásitos dentro del Estado. En este conflicto entre el deber nacional y el interés de clase, del gobierno de defensa nacional no vaciló en convertirse en un gobierno de traición nacional” (Manifiesto del Consejo de la AIT).

La respuesta de las milicias fue oponerse al desarme, expulsar a sus mandos y elegir un Comité Central, cuyos miembros podían ser revocados en el momento en el que perdieran la confianza de sus electores. La situación se convirtió en un peligro mortal para el dominio de la burguesía y los terratenientes. El gobierno decidió dar el primer paso para el desarme, apoderándose de los cañones en poder de las milicias. Descubierto el intento, el ejército se desmoronó sin oponer resistencia frente a la población que lo rodeaba para impedir la requisa. Asustado por el cariz que adoptaban los acontecimientos, Thiers emprendió la huida hacia Versalles con las tropas que le quedaban, para evitar el contagio revolucionario. Con la huida de las clases dominantes, el poder en París se deslizaba inexorablemente hacia el proletariado en armas.

Dueño de la situación, el Comité Central de la Guardia Nacional organizó elecciones en la ciudad. La Comuna, elegida por sufragio universal y convertida en gobierno revolucionario, estaba formada por personas relacionadas con el movimiento. Entre sus noventa miembros había representantes de todas las clases sociales: obreros, artesanos, pequeños comerciantes, profesionales e incluso burgueses (15 pertenecían al partido de Thiers y seis eran radicales burgueses, que abandonaron enseguida sus escaños), pero fue la clase obrera la que ejerció el papel fundamental de sostén de la Comuna y la que decidió su orientación política. Blanquistas y prohudonianos eran mayoría, mientras la I Internacional contaba sólo con 15 representantes. La heterogeneidad política no les impidió encarar con decisión las tareas democráticas que la burguesía siempre había proclamado sólo de palabra.

El régimen social fue democratizado, se suprimió la burocracia (los funcionarios perdieron sus privilegios, elegidos por la población, eran revocables y cobraban un sueldo equivalente al de un trabajador). El ejército fue sustituido por las milicias (el pueblo en armas). Se proclamó la separación del Estado y la Iglesia, y se instauró la educación laica y universal. Se requisaron los edificios públicos para destinarlos a los sin techo. En el terreno social, su corta existencia no les permitió ir muy lejos; sin embargo, se prohibió el trabajo nocturno, se eliminó el régimen de multas laborales y se promulgó un decreto por el que las fábricas y talleres, abandonados por sus dueños, pasaban a manos de las cooperativas obreras para mantener la producción. La Comuna declaró que su objetivo era poner fin a “la anarquía y la competencia ruinosa entre los trabajadores por el beneficio de los capitalistas” y “la difusión de los ideales socialistas”.

La reacción no perdió el tiempo. Aprovechando las vacilaciones de los revolucionarios, Thiers negoció con Bismark la liberación de los 100 mil soldados prisioneros. El 28 de mayo de 1871, el ejército asaltó París y derrotó a los revolucionarios. La batalla se hizo barrio por barrio, casa por casa. Los generales que habían sido humillados por los alemanes, demostraron su valor masacrando a los comunards que, pese a su valor, estaban mal organizados. Más de 30 mil hombres, mujeres y niños murieron en la lucha. Veinte mil fueron fusilados. Miles de ellos fueron condenados a prisión o al destierro. La derrota fue terrible, pero no estéril. Seis años después, surgía un nuevo movimiento obrero enriquecido con la experiencia de sus predecesores.

“El París de los obreros, con su Comuna, será eternamente ensalzado como heraldo glorioso de una nueva sociedad. Sus mártires tienen su santuario en el gran corazón de la clase obrera. Y sus exterminadores, la historia los ha clavado en su picota eterna…” (Manifiesto de la AIT).

Sobre la dictadura del proletariado

Del legado de Marx y Engels, nada ha sido más tergiversado que la teoría de la dictadura del proletariado. La socialdemocracia, primero, ocultándola para poder justificar su integración a la democracia burguesa, y el estalinismo, después, corrompiéndola para justificar su despótica dictadura burocrática sobre el proletariado y las clases populares rusas, la convirtieron en algo incomprensible y odioso para la mayoría. Sin embargo, ha sido una constante en todas las revoluciones que han pretendido acabar con el sistema capitalista, incluida la española en 1936, en la que las bases anarco-sindicalistas la llevaron a la práctica con las colectivizaciones y los comités revolucionarios que dominaron Catalunya y gran parte del territorio “republicano”.

Después de la revolución francesa de 1848, Marx y Engels habían llegado a la conclusión de que la emancipación de la clase obrera sólo podía conseguirse con la revolución y la toma del poder, pero desconocían la forma que ésta iba a adoptar. La experiencia de la Comuna fue decisiva: para reorganizar la sociedad, la clase obrera de París no pudo utilizar los engranajes del Estado capitalista, tuvo que sustituirlos por sus propios órganos de gobierno. Marx y Engels quedaron impresionados por la forma con la que se llevó a cabo. No se trataba de apoderarse de la vieja máquina del Estado opresor, sino de destruirla, para sustituirla por otra.

“La clase obrera no puede limitarse simplemente a tomar posesión del Estado tal y como está y servirse de ella para sus propios fines… En vez de decidir una vez cada tres o seis años qué miembros de la clase dominante han de representar y aplastar al pueblo en el parlamento, el sufragio universal había de servir al pueblo organizado en comunas” (Prefacio a la edición alemana de 1872 del “Manifiesto del Partido Comunista”).

La democracia burguesa se revela como lo que es, una máscara bajo la que se oculta la dictadura de los capitalistas y, para destruirla, es necesario acabar con su aparato de dominación. No hay reforma posible. El ejército y la policía son mecanismos de represión al servicio de la burguesía; la alta burocracia del Estado, una casta parásita, cuya fuente de privilegios es la subordinación incondicional al gran capital, mientras que la Iglesia sirve como fuente de alienación y de legitimación del sistema. La “democracia” capitalista se reduce al derecho a votar cada cuatro años, a una de las opciones que ofrece el capital (de derechas o izquierdas), que administrará sus intereses en el próximo período. Una vez se ha depositado el voto en la urna, relega a la población a la más absoluta pasividad, hasta las próximas elecciones. Bajo supuestas teorías “científicas”, los gobiernos burgueses llevan a cabo las medidas que exige el capital. Los grandes medios de comunicación promueven la idea de que todo tiene que dejarse en manos de los “expertos”, porque sólo ellos conocen las soluciones a los problemas del capitalismo (según ellos, el único sistema económico viable).

“La Comuna tuvo que reconocer desde el primer momento, que la clase obrera, al llegar al poder, no puede seguir gobernando con la vieja máquina del Estado: que, para no perder de nuevo su dominación recién conquistada, la clase obrera tiene, de una parte, que barrer toda la vieja máquina opresora utilizada contra ella, y de otra parte precaverse contra sus propios diputados y funcionarios, declarándolos a todos, sin excepción, revocables en cualquier momento…” (Engels).

La democracia formal dio paso a la democracia real, donde la población tenía derecho a discutir y decidir, desde los problemas cotidianos, hasta las grandes directrices que debían regir la Comuna. El Estado capitalista, como las formas que le precedieron (esclavista o feudal) es el producto del carácter irreconciliable de las clases sociales. Desde su nacimiento, paralelo a la estratificación social, su aparato ha estado al servicio de las clases propietarias (la minoría) para mantener sometidas a las clases productoras (la mayoría). Por primera vez en la historia, la Comuna daba la vuelta a la situación: el poder estaba en manos de la mayoría. Sin embargo, la burguesía y los terratenientes, la vieja burocracia del Estado, el ejército y la Iglesia no iban a quedarse con los brazos cruzados viendo cómo desaparecían sus privilegios y propiedades. Desde su primer momento de existencia, la Comuna tuvo que luchar por su supervivencia.

Al tomar el poder, el proletariado había destruido el Estado opresor. Desde el momento en que el nuevo aparato represivo sólo ejercía su violencia sobre una minoría, el Estado, como tal, empezaba a extinguirse. Los trabajadores sólo necesitan el Estado para mantener su dominio sobre la vieja clase opresora, cuando ésta desaparece como tal, la violencia deja de tener su razón de ser, para dar lugar a la “administración de las cosas”.

“Mientras el proletariado necesite todavía el Estado, no lo necesitará en interés de la libertad, sino para someter a sus adversarios, y tan pronto como pueda hablarse de libertad, el Estado como tal dejará de existir” (Engels).

La Comuna se defendió y ejerció su violencia frente a la de los que pretendían restablecer el viejo orden. Es a partir de esta dicotomía, cuando Marx y Engels empezaron a hablar de “dictadura del proletariado”. La violencia, es decir, “la dictadura” de los oprimidos, frente a la violencia y el dominio de los opresores (la dictadura del capital). La historia de la humanidad, desde Espartaco y las primeras revueltas de los esclavos, demuestra que la emancipación de los explotados no puede alcanzarse sin ejercer la violencia contra el viejo orden (que ejerce su propia violencia a través de sus ejércitos y policías). La democracia real es incompatible con la existencia de las clases sociales. La democracia capitalista más consolidada sigue siendo una dictadura del capital. Lo estamos viendo hoy, con la política económica de los gobiernos de derechas o de izquierdas, para… tranquilizar a los “mercados”, aunque esto implique condenar a la miseria a millones de seres humanos. La verdadera democracia sólo existirá con la desaparición de las clases sociales y el fin de la desigualdad económica. Marx y Engels quisieron resaltar que la democracia obrera, aunque implique la ampliación de los derechos de la mayoría, no se ejercerá sin violencia (dictadura). Los capitalistas y sus lacayos no desaparecerán de la escena por su propia voluntad.

“Ultimamente las palabras ‘dictadura del proletariado’ han vuelto a sumir en santo horror al filisteo socialdemócrata. Pues bien, caballeros, ¿queréis saber qué faz presenta esta dictadura? Mirad a la Comuna de París: ¡he aquí la dictadura del proletariado!” (Engels).