Invasiones inglesas y Malvinas: “Nuestro peor desastre desde la Revolución Francesa”

En 1806, cuando William Carr Beresford ocupó Buenos Aires, acá no se producía nada. La economía pastoril dejaba en manos de la naturaleza la reproducción del ganado cimarrón, al que sólo había que enlazar y carnear. Sin embargo, esa aldea parásita, intermediaria, de doce manzanas de largo y ocho de anchura (dos siglos después, subsistía intacta la traza de Juan de Garay), controlaba el comercio de todo el interior, incluidos los metales del Potosí.

Pero, ahora, la estructura económica colonial crujía por el empuje de fuerzas externas, de los mercados de Europa que llegaban a estas costas con sus guerras y conmociones.

La Reconquista

“Buenos Aires, en este momento, forma parte del Imperio Británico”, decía el Times del 13 de setiembre de 1806.

Cosas de la época, se trataba de una noticia sorprendentemente atrasada. Un mes antes, el 12 de agosto, Beresford había rendido su espada y perdido la ciudad después de robarse un millón de libras esterlinas que fueron a engrosar el Tesoro inglés.

La reconquista fue obra de un oficial francés de Napoleón, Jacques de Liniers, nacido en Niort en 1753 y casado aquí con la hija de Miguel de Sarratea, un comerciante porteño próspero; es decir, negrero y contrabandista, que eso eran los comerciantes locales.

Liniers desembarcó en las costas bonaerenses con medio millar de soldados que había traído de Montevideo, pero sus tropas fueron engrosadas con unos 2 mil milicianos. Con ellos venció en Los Corrales de Miserere y recuperó la ciudad.

La victoria de Liniers fue posible, además, porque Beresford había perdido todo respaldo de la aristocracia porteña, del bloque integrado por negreros, contrabandistas, hacendados, “modernistas” y curas (ni más ni menos que el bloque de mayo de 1810.) Los “notables” de Buenos Aires abandonaron a Beresford porque el general inglés no traía una política para el Río de la Plata: él sólo era un pirata de Su Majestad. La piratería tenía en Inglaterra, al decir de Alejandro Horowicz,1 “rango de programa nacional”. Pero un pirata no podía suprimir las tendencias independentistas de aquella aristocracia criolla.

Aquel error estratégico de Beresford fue señalado por uno de los grandes diplomáticos y estadistas que tuvo la Corona en esos tiempos, William Eden (barón de Auckland), en una carta al primer ministro William Pitt:

“Supongo que usted lamenta la catástrofe de Buenos Aires (…) Es extremadamente mortificante, pues nuestra guarnición estaba viviendo en los mejores términos con los españoles, nuestro comercio estaba creciendo rápidamente y, si hubiéramos decidido jugar el juego de la independencia, estoy seguro de que hubiéramos puesto en pie a todas las provincias españolas sin derramamiento de sangre ni convulsiones revolucionarias. Nunca me sentí más humillado. Muchos proyectos de la mayor importancia se han perdido para siempre”.

Ya se vería que no, que no se habían perdido para siempre.

Pero, mientras tanto, Buenos Aires dejaba de ser colonia española en cuanto tomaba medidas de autogobierno que el régimen colonial le prohibía tomar. Por ejemplo, el Cabildo Abierto del 14 de agosto de 1806 le niega la entrada al virrey, el marqués de Sobremonte, lo destituye y nombra en su lugar a Liniers. No era la conducta de una colonia.

Además, ahora el bloque aristocrático de Buenos Aires estaba armado. Era ejército aun antes de ser partido.

La Defensa

La mitología histórica oficial le ha dado al 25 de mayo de 1810, arbitrariamente, la categoría de hito histórico. Tal vez con mayor razón se lo podría haber dado al Congreso del 10 de febrero de 1807, integrado por la Audiencia de Charcas, el Cabildo porteño, el obispo, jefes militares y vecinos notables. Ese cónclave decidió destituir al virrey Sobremonte y, además, ordenó su arresto. Una cosa así no había ocurrido jamás en la historia colonial americana.

Cinco días antes de aquel cónclave, Montevideo había caído en manos de las fuerzas británicas comandadas por lord Auchmuty, después de una batalla durísima contra 6 mil soldados españoles que defendieron la plaza. La Segunda Invasión ya estaba aquí.

Auchmuty, para esa segunda expedición militar al Río de la Plata en apenas un año, no sólo trajo 11 mil soldados, una fuerza imponente. Además, vino con toneladas de mercancías inglesas con las que abarrotó Montevideo para, luego, contrabandearlas por todo el virreinato e incluso en el Brasil.

La Audiencia impuso la pena de muerte para el que comerciara con los ingleses o contrabandeara con Montevideo. Un saludo a la bandera: nadie fue fusilado y hasta Liniers compró telas inglesas llegadas desde la Banda Oriental.

El 10 de mayo arribó a Montevideo el general John Whitelocke, quien de inmediato comenzó a preparar (es una forma de decirlo) el asalto a Buenos Aires.

Whitelocke dejó 1.300 soldados en Montevideo y, con otros 8 mil y una veintena de cañones, desembarcó en Quilmes el 1º de julio. Al día siguiente tomó Los Corrales de Miserere y el 5 de julio le puso sitio a Buenos Aires.

El ánimo de la aldea había cambiado notablemente. El autogobierno de la aristocracia local se había transformado en una causa popular y, como diría más tarde Whitelocke ante el consejo de guerra que lo juzgó en Londres, “desde el hijo de España hasta el negro esclavo” se armaron para la defensa. El general inglés esperaba, en cambio, que una parte considerable de la población porteña lo recibiera en júbilo.

Ese error de cálculo lo condujo a la catástrofe. En vez de mantener el sitio y rendir la ciudad por hambre (no había aquí más de 500 animales de faena) dividió sus fuerzas en columnas y entró en la ciudad a sangre y fuego. Luego, en Inglaterra, lo llamarían por eso “bastardo inútil”.

Las fuerzas británicas encontraron en las calles una resistencia feroz. Al cabo del primer día de combates, habían sufrido 1.200 bajas entre muertos y heridos, y otros 1.200 soldados ingleses estaban prisioneros de los defensores de la ciudad. Al día siguiente, de madrugada, Whitelocke renovó su ataque. Al mediodía tenía otras 2 mil bajas, y sus fuerzas estaban batidas y rodeadas. El general inglés ofreció su capitulación, que le fue aceptada en términos humillantes para él.

En el consejo de guerra que terminó con su carrera militar, el fiscal Richard Ryder dijo: “La expedición al mando de Whitelocke fracasó completamente (…) lo que ha desvanecido todas las esperanzas que se abrigaban de abrir nuevos mercados a nuestras manufacturas”.

El 14 de setiembre de 1807, el Times escribía: “Los detalles de este desastre, quizás el más importante que ha sufrido este país desde la Revolución Francesa, son terribles”.

Estos mercados, sin embargo, se abrirían de todos modos para Inglaterra aunque, claro está, por otros medios.

A todo esto, España tenía soberanía apenas formal sobre las islas Malvinas. No podía ser de otro modo, porque si su dominio tambaleaba en sus colonias americanas, mal podía sostenerlo en un archipiélago perdido en los confines del mundo. La pequeña guarnición militar española en las islas no impedía -ni siquiera lo intentaba- la actividad de balleneros ingleses y norteamericanos que operaban en la zona y tenían su base en las Malvinas. El gobierno de Buenos Aires sólo se ocuparía de ellas a partir de 1820, cuando envió a la isla Soledad una fragata al mando de un oficial norteamericano.

Pero esa es otra parte de la historia.

 

1.”El país que estalló: referencias para una historia argentina, 1806-1820″, Sudamericana, 2004.