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7/11/2007|779

El “placer” de los pueblos víctimas

Una respuesta a Marcos Aguinis

En un artículo publicado en La Nación (13/10), el escritor argentino Marcos Aguinis se propone explicar la diferencia entre los judíos y los árabes palestinos, entre el progreso de los primeros y el retroceso de los segundos, desde la óptica de la relación de cada pueblo con su condición de víctima. Mientras que los judíos (el mayor “pueblo víctima” de la historia) habría superado su fase de lamentos y pasado a la acción creadora a través del sionismo, los árabes palestinos habrían transformado su lamento en venganza, extrayendo de su condición de víctimas un placer especial, que los dejaría inertes, inmóviles e incapaces de crear las soluciones para sus propios problemas. Por más que su análisis incomode a todos, dice Aguinis, su intención es serles útil.


La “teoría” del “pueblo víctima” de Aguinis conlleva tanto una concepción de la historia como una propuesta para el futuro. Pero en ninguna de las dos le es útil a los pueblos en cuestión. Como concepción de la historia, esta teoría se inserta en la continuidad de las mistificaciones realizadas por el sionismo – en su afán de autojustificación – desde su nacimiento. Veamos en primer lugar el caso palestino. En los inicios del movimiento sionista, mientras Theodor Herzl todavía imaginaba regiones como Uganda o Argentina como posibles lugares para la construcción nacional judía, surgían los argumentos a favor del territorio de Palestina: además de haber albergado (hace dos milenios o más) los antiguos reinos de Israel y Judá, aquélla sería, en aquel momento, una porción menor del imperio otomano, una “tierra sin pueblo para un pueblo sin tierra”.


Esta concepción equivocada duró hasta cerca de 1905 y, en cierta forma, hasta 1914. Tenía su origen, no tanto en una verdadera certeza por parte de los dirigentes sionistas de que Palestina estaba deshabitada, sino más bien en el prejuicio típico de la “mirada colonizadora europea sobre Oriente”: Palestina sería, así, una tierra “vacía”; que recibiría el progreso de manos de los colonizadores judíos. No faltaron relatos de inmigrantes judíos del período de la llamada segunda aliá (1905-1914) desolados al descubrir que Palestina sí estaba habitada y al percibir que su papel era el de expulsar a sus habitantes, en su mayoría campesinos pobres. No era otro que éste el sentido de los pilares de la implantación sionista desde sus inicios: la llamada “conquista de la tierra” (la compra de tierras por la Agencia Nacional Judía a propietarios típicamente feudales y ausentes, seguida de la expulsión de los campesinos que obtenían su subsistencia de ellas y de la implantación de asentamientos agrícolas exclusivamente judíos) y la “conquista del trabajo”, es decir, el boicot a los trabajadores árabes, agravado por el boicot a los productos árabes.


Por lo tanto, se debilitaba la concepción de “tierra sin pueblo” en la medida, justamente, en que comenzaba la expulsión de los árabes palestinos. Pero sólo para ser sustituida por otra mistificación, la que afirmaba que los árabes de Palestina de ningún modo constituían una entidad étnica o cultural, mucho menos nacional. Semejante visión fue elocuentemente expresada por Golda Meir, cuando afirmó que “no había palestinos en Palestina que se considerasen a sí mismos como pueblo palestino, y que nosotros viniésemos a expulsar … no existían tales palestinos” (el discurso fue reproducido por el Sunday Times, Londres, 15/07/1969). Es bien conocida también la declaración de Ben Gurión, de que “en el sentido histórico y moral” Palestina era una tierra “deshabitada”. Esta concepción perduraría al menos hasta la década de 1960.


En realidad, el movimiento nacional palestino surgió a comienzos del siglo XX, como parte del nacionalismo general árabe contra la dominación turca, y asumió la forma de un nacionalismo específicamente palestino en la década de 1920, cuando debió confrontarse con la instauración del mandato británico de Palestina (1922-1948), el incremento de la inmigración judía, y la amenaza de tornarse una minoría en su propio país. Así, y a pesar de su debilidad estructural, reflejo de la organización social feudal palestina y del dominio político ejercido por parte de algunos clanes familiares, el movimiento protagonizó entre 1936 y 1939 una revuelta palestina de grandes proporciones. Esta comenzó de manera espontánea, a través de una ola de huelgas que tomó de sorpresa a las propias direcciones feudales palestinas. Reaccionando de prisa para asumir la delantera del movimiento, crearon el Alto Comité Arabe y convocaron a una huelga general con el objetivo de forzar al gobierno británico a aceptar los tres puntos del programa nacional palestino: el fin de la inmigración judaica, la prohibición de la venta de tierras árabes a los judíos y el establecimiento de un “gobierno de representación nacional palestino”. Pero levantaron la huelga general apenas ésta dio las primeras señales de que podría transformarse en una revolución social contra las direcciones árabes tradicionales.


Gran Bretaña creó una comisión investigadora para averiguar las causas de la revuelta, que concluyó sus trabajos con la publicación de un informe en julio de 1937. La llamada Comisión Peel recomendó la partición del país, trasladando a la población árabe que se encontraba viviendo dentro de la región que pretendía convertirse en un futuro Estado judío. Pero, así como en 1935 la dirección sionista había rechazado la propuesta británica de creación de una “asamblea legislativa” mayoritariamente árabe en Palestina (no por oposición al gobierno británico sino porque querían la creación de una asamblea legislativa judía, la llamada Knesset Israel), el programa de la Comisión Peel fue rechazado por los árabes, que iniciaron la segunda etapa de la revuelta, convenciendo al gobierno británico de la inviabilidad de la propuesta de partición – posición asumida oficialmente en el Libro Blanco de 1939 y retomada después del inicio de la Segunda Guerra Mundial. La supresión de la revuelta contó con la cooperación de la Haganah (cuerpos armados judíos) con el ejército y la policía británicos, incluyendo la formación de escuadrones de la muerte que aterrorizaron a la población árabe. Los combates de 1936-1939 tuvieron como resultado la muerte de 2.500 a 5.000 árabes palestinos, cerca de 400 judíos, 140 británicos, millares de heridos y la paralización temporaria de la economía.


Algunos estudiosos del movimiento nacional palestino llegan a señalar que esta fue la Primera Intifada. Esta caracterización, cuya importancia no es apenas morfológica, contribuye a evitar el error histórico de atribuir el origen del actual conflicto a la guerra de 1967; ignorando la polìtica deliberada de expulsión de los árabes de todo el territorio palestino, inherente al sionismo desde la implantación del proyecto colonizador, y que alcanzó su ápice en la guerra de 1948, que creó el problema de los refugiados palestinos. La versión oficial israelita, en el sentido de que el éxodo de por lo menos 700.000 palestinos en 1948 fue ordenado por las direcciones árabes, fue refutada por la historiografía ya en la década de 1950. La tristemente célebre masacre de Dir Yassin, después de la aprobación de la partición de Palestina pero antes del inicio de la guerra de 1948, fue apenas una entre las varias masacres perpetradas contra la población civil palestina en el contexto de una política de limpieza étnica, amedrentamiento e incitación a la fuga de los palestinos. En 1967, la victoria israelita en la guerra se tradujo nuevamente en ataques sistemáticos y deliberados contra aldeas árabes, ejecuciones sumarias de supuestos terroristas, expulsiones forzadas y la incitación a la fuga, además de masacres deliberadas, el bombardeo de columnas de refugiados por escuadrones de Mirages israelitas y el empleo de napalm contra las poblaciones civiles. Nuevamente ciudades y aldeas enteras fueron eliminadas del mapa, al punto de no quedar vestigios de su existencia. Entre las principales localidades arrasadas estaban la ciudad de Kakilya (16.500 habitantes), además de las aldeas de Sufir (4.900 habitantes), Jiftlik (6.000 habitantes), Amuas, Yulo y Beit Nuba (conocida por sus magníficas casas de piedra, cuidadosamente erguidas, rodeadas de árboles, olivares, damascos y viñas), por citar apenas algunos casos. Gran parte de las casas palestinas eran construcciones pobres y hasta precarias, pero la población atónita no podía comprender por qué los bulldozer arrasaban inclusive con casas bonitas y arrancaban árboles enteros (cualquier relato de la época lo comprueba). La respuesta, tal vez resida en la propia necesidad de probar que antes de Israel no había en Palestina otra cosa que no fuera el desierto.


Pero la guerra de 1967 despertó a la opinión pública mundial al problema de los refugiados palestinos, y la Intifada de 1987-1993 (la Segunda Intifada) consolidó la noción de la existencia de un movimiento nacional palestino. Se comprende así que la reciente tesis de Marcos Aguinis (que le valió el título de Doctor Honoris Causa en la Universidad de Tel Aviv) se inserta en la secuencia de falsificaciones históricas del sionismo, de las cuales las presentadas más arriba son apenas una parte. Después que la represión de la Tercera Intifada (en curso, y que ya soportó la masacre de Jenin, el cerco y la destrucción de la sede de la ANP) eliminó la propia infraestructura material de un potencial Estado palestino, gana notoriedad en sectores de la sociedad israelita la idea de que, si bien Israel no sería el responsable por la situación actual en que se encuentran los árabes palestinos, su seguridad sería mejor garantizada si ella, nación supuestamente “democrática”, motorizase el progreso del pueblo palestino. Es decir que después de crear el Estado de Israel, en la tierra arrasada por el movimiento sionista y con el apoyo del imperialismo británico, lo que se propone es crear un minúsculo y fragmentado Estado palestino, en tierra arrasada por el movimiento sionista y con el apoyo del imperialismo norteamericano. La inminencia de una guerra en Irak torna incluso urgente para Israel llegar a una “solución” de la cuestión palestina, ya que la persistencia de los conflictos podría significar el aislamiento de Israel en relación a los países árabes vecinos y a los propios Estados Unidos, que precisarían garantizar el apoyo de aquéllos.


Por último, debe decirse que la tesis de Marcos Aguinis no sólo es prejuiciosa en relación a los árabes palestinos, sino también en relación a los propios judíos (y por lo tanto antisemita en el sentido pleno de la palabra), en la medida en que reduce la historia de la resistencia judía a la historia del movimiento sionista. Su tesis reproduce el mito sionista de la cobardía inherente al judío de la diáspora, de la necesidad de rescatar su honra por la vía de la construcción nacional; mistificaciones cuyo objetivo deliberado es suprimir de la historia otras formas de lucha y empancipación de los judíos, principalmente la del poderoso movimiento obrero judío que engrosó descomunalmente las filas de los movimientos obreros de parácticamente todos los países donde se encontraban, que participó activamente de los procesos revolucionarios desde la Rusia de 1905 hasta la España de 1936, y que, debe recordarse, hasta la Segunda Guerra Mundial, fue el depositario de las esperanzas de emancipación de los judíos de Europa mucho más de lo que lo fue el movimiento sionista.