Flores de sangre


Argentina es un campo de flores


 


que nacen


 


una por cada sangre que muere.


 


La niñez y juventud de mi patria hace años


 


que fue enviada a habitar la niebla fronteriza.


 


Ayer los asesinaban las sombras; después,


 


los fantasmas dijeron: que mueran


 


por su propia desventura, que los consuman las drogas,


 


que el automóvil los estrelle;


 


años más tarde les facultaron miseria:


 


que coman de los basurales, que mueran en los basurales;


 


las cárceles abrieron sus portones:


 


que violen y que maten, que roben y secuestren;


 


y descorrieron sus telones los prostíbulos,


 


donde el barman agita en la coctelera


 


tragos de erotismo a precio internacional.


 


Así se propagó la peste en los árboles:


 


que no tengan hijos o que, si los paren,


 


sean iguales a ellos, que vivan como ellos


 


y, si nada de eso los doblega,


 


que maten a su amigo, se suiciden,


 


que apuesten a peleas entre perros


 


o jueguen ruleta rusa. ¡No va más!…


 


“A partir de este momento, Miranda,


 


todo lo que digas puede ser usado en tu contra…


 


tienes derecho a una llamada…”


 


Había llegado el tiempo de las flores de sangre.


 


Las nervaduras estallan en plazas y hospitales.


 


Por el genial invento de la legalidad,


 


en Argentina la muerte tiene manos invisibles.


 


Y cómo crece el laberinto de sitios funerarios


 


desde Avenida de Mayo hasta los pozos petroleros.


 


Ya no te socava la muerte, Argentina,


 


en oscuros chupaderos, eso quedó atrás.


 


Ahora en cada rancho nace una flor de sangre,


 


se la ve asolearse al mediodía, con el tallo cortado.


 


Ningún militar fusila jóvenes aguerridos en las guerras argentinas,


 


pero cada bebé en su berrido


 


gime una sed de alimentos.


 


Argentina es una muchacha atropellada por un auto.


 


Es una flor de sangre en las escuelas leprosas.


 


Las semillas mueren. El trigo es piedra,


 


el tomate es caucho. ¡No va más!


 


Lo digo con voz desentonada, lo sé,


 


no con la grandiosa melodía de Messiaen en homenaje


 


a los niños muertos en campos de concentración.


 


Es que vengo de una patria malbaratada o desbaratada,


 


desentonada (no importan los adjetivos porque se vuelven prematuramente viejos, decía Carpentier)


 


que no entendió la ironía de aquella receta de cocina imaginada por Jonathan Swift –durante las hambrunas de Irlanda–


 


y mata a sus hijos en la edad más fresca


 


para darle su carne a los herederos del General Roca, el Zorro del Desierto.


 


Pero, como te dije, Miranda: ¡no va más la ruleta!


 


Las flores tienen derecho a respirar.