La ración de pan

Carta a la madre vietnamita


¿ES ESTA mi patria?


La antigua respuesta hubiera dicho que si, que esta Argentina de mis bi­sabuelos es la patria, la madre a la que tomé su lengua y su vientre. Creo en la sangre sepultada bajo el humus, pero debajo del cemento hier­ve la podredumbre, pulula en los hue­sos de los viejos esclavos, de los sier­vos mitayos, de las tribus aniquiladas y enterradas a profundidad histórica. Se está pudriendo la fruta podrida. La tierra está infectada. Aquella tierra yerma fue por sangre cubierta; deforestaron los bosques y mataron a los hacheros; contaminaron las aguas y mataron a los ribereños.


¿ES ESTA mi patria?


Si es diosa tutelar estará clamando venganza por la afrenta; como en ar­caicas epopeyas cubrirá su rostro pa­ra no ser reconocida por el traidor y exigirá justicia ante el altar del holo­causto para los 32, para los 80, los 30.000, los 800.000, los incontables, los inequívocos.


¿ES ESTA mi tierra?


¿La cubierta de duelo, la cubierta de polvo?


El dinero es polvo, es duelo, es nada. La vida es duelo, es polvo, dinero.


La sangre es dinero, es polvo, es due­lo.


La tierra es polvo, es duelo, ¿es na­da?


¿Es esta, todavía, nuestra patria? ¿Habrá que huir, que cambiar?


Miro el rostro de mis hijos. ¿Tenemos entereza para defenderla?


El acto, la acción que nos libere. Jus­to ahí, el golpe en la medalla.


Seguir mordiendo la fruta podrida. Partir la podredumbre por el medio, como un hueso ya partido por la muerte, como una corzuela ya herida por la bala.


 


Irak Blues


ESTÁN TODOS MUERTOS, Harry. Te digo que es cierto, todos murieron.


Mientras calan yo escuchaba cam­panazos, tañían los infelices al reven­tar contra las paredes.


Era un campanazo vibrante, se po­dían ver tos círculos concéntricos de las ondas sonoras cada vez que uno


de esos moría.


Están muertos, Harry. Todos están muertos.


A las dieciséis horas de Argentina comencé a disparar contra los cone­jos. Eran todos blancos y los ojos co­lorados hacían un centro perfecto pa­ra darles en el entrecejo.


Eran unos malvados conejos con dos dientes que si se te clavan en la mano te arrancan el pedazo.


Dos dientes con los bordes rectan­gulares como metal bien torneado, igual que las balas.


A esa hora, mientras los imbéciles se ataban a un explosivo y se hacían estallar, en otra dudad, junto a un par de conejos (como ellos) y mataban uno que otro de los nuestros.


¡Pero nosotros los matamos a to­dos, Harry! Los sacamos de las jaulitas uno por uno y se resistían con sus dientes rectangulares, sus ojitos co­lorados, los conejos.


Pensándolo bien son raros los cone­jos. Uno los mata por cientos y ellos, por darle sólo a uno de nosotros, son capaces de matar a diez de los suyos. Es que no saben contar. Créeme, Harry, los conejos no entienden la aritmética.


Yo tampoco me llevo bien con la arit­mética (ni con los conejos). Yo entien­do el pelaje blanco volando por los ai­res como la pelusa cuando se barre una casa vieja, yo veo su sangre salpican­do con miles de ojitos rojos la llanura.


A las dieciséis en punto había que matar conejos, hoy, en Falluja. Era una cuenta fácil: conejos más Falluja. Fa­lluja cercada y los conejos atrapados.


Cuando reventaban sonaban los campanazos porque se van al cielo de los conejos, Harry, eso creen los estúpidos. Un délo sin números, to­do poblado de zanahorias y conejas.


Mejor nos vamos, Harry, ¿eh? Ya me ha cansado la tarea de sumar ore­jas con colas de pompón.


Vamos por unas cervezas, Harry, asi nos olvidamos de Falluja y de los conejos.


Salimos de Bagdad y nos enviaron a los nortes, los estes, los oestes, y ya veníamos de Afganistán… des­pués del Golfo, digo, después de Gra­nada. ¿te acuerdas. Harry? Después de El Salvador, después de Vietnam, cuando pasamos por… Y mucha cer­veza para aguantar.