Alimentos genéticamente modificados

Se trata de plantas a cuyas semillas se les ha “inyectado” un gen propio de otra especie. La planta genéticamente “enriquecida” estará entonces programada para soportar enfermedades, tolerar el uso de herbicidas y pesticidas muy fuertes, producir en cantidad sustancias químicas útiles para la salud humana o para el alimento de los animales de cría, o bien abaratar costos en las industrias procesadoras de materias primas (agroindustrias).


Lógicamente, esto produce una total dependencia de la agricultura con respecto a los grandes laboratorios, que son los que ‘inventan’, patentan y luego venden las semillas transgénicas. A su vez, estos cultivos pueden favorecerlos directamente: por ejemplo, la empresa Monsanto ya logró inocular en el algodón y en el maíz un gen que hace a esas plantas resistentes al Roundup, un herbicida fuertísimo de la misma Monsanto que, sin este gen, no podía ser usado. De hecho, el 70% de los cultivos GM no tratan de incrementar el valor de los alimentos sino hacer a éstos resistentes a los productos de las propias compañías (Guardian Weekly, 16/5).


Estos hechos han favorecido la enorme concentración que se observa en el mercado de alimentos genéticamente modificados: sólo seis empresas gigantescas tienen controlado el 90% del mercado mundial y el 100% del mercado de semillas (ídem): las norteamericanas Monsanto, Dow Chemical, Astra Zeneca, Du Pont y las europeas Novartis (fusión de Bayer y Ciba Geigy) y Aventis (fusión de Hoechst y Rhône Poulenc). La guerra comercial entre estos pulpos incluye la urgente compra de compañías más pequeñas: Monsanto acaba de gastarse 8.000 millones de dólares para ser la primera en Estados Unidos. Du Pont, para no quedarse atrás, se gastó 7.700 (Gazeta Mercantil, 12/4).


La tendencia actual a la concentración del capital se multiplica enormemente en el rubro de la biotecnología, puesto que los pulpos que dominan este sector ya son gigantes de la química y de la industria farmacéutica, y ahora se ciernen sobre la agricultura y el mercado de la alimentación.


Por su parte, políticos y periodistas norteamericanos anuncian con bombos y cornetas que la bioingeniería de alimentos inaugura una nueva revolución tecnológica, que abaratará los costos en alimentos, incrementará los beneficios de los agricultores y solucionará la pobreza en el mundo. Pero esto no es más que el delirio febril de quien no sabe cómo detener el tobogán hacia el pozo ciego de la economía y se aferra a cualquier salvavidas ocasional.


El abaratamiento de los costos agrícolas es todavía hoy una ilusión. Los agricultores, para pasar a los cultivos transgénicos, han debido (una vez más) realizar inversiones para “no perder competitividad” frente a los otros agricultores. Por otra parte, el problema del hambre en el mundo no es un problema de falta de alimentos sino un problema de distribución de la renta. Nadie ha dicho que los alimentos serán más baratos.


Por último, la sobreconcentración de la industria alimentaria hará más dependientes a los países pobres respecto de los ricos: antes, para cultivar había que comprar semillas; ahora, primero se tendrá que pagar la patente.


Europa vs. Estados Unidos


Pero en la carrera genética, las empresas europeas se quedaron atrás. Si bien las industrias química y farmacéutica están queriendo poner un pie en la biotecnología (en Alemania e Inglaterra, particularmente), están mucho más atrás que el conjunto de las empresas norteamericanas, en volumen de negocios y en calidad de investigación.


Además, la población europea se opone frontalmente a la manipulación genética de alimentos. Esto llevó a la convocatoria a una conferencia mundial en Colombia para discutir la viabilidad de estos productos. No se llegó a ningún acuerdo, porque Estados Unidos, Canadá, Argentina, Australia, Chile y Uruguay están a favor de la libre comercialización de transgénicos, mientras que Europa quiere el desarrollo de estudios sobre el daño posible a otras especies vegetales o animales y al mismo ser humano.


Debe tenerse en cuenta que, en Estados Unidos, el 48% de la soja, el 30% del maíz, el 8% del algodón se obtuvieron de semillas GM. En la Argentina, el 60% de la soja es transgénica (La Nación, 2/5). En el resto de los países, las cifras, sin ser tan altas, ya son significativas.


Pero lo que los agricultores se preguntan angustiados es si esos productos podrán ser vendidos en Asia, Africa o Europa. Una barrera en estos continentes produciría un colapso general en la agricultura americana, donde pronto no se va a poder distinguir entre productos transgénicos y “naturales”.


La Unión Europea, que había aprobado la importación de dos productos GM, se echó atrás y amenaza con exigir que estos productos sean declarados en las etiquetas de venta. Pero la soja y el maíz se utilizan para alimentar animales, y el maíz es un componente básico de todo tipo de alimentos humanos (dulces, salchichas, galletas, etc.), con lo cual todos esos productos secundarios tendrían también que ser etiquetados y su ingreso a Europa estaría hoy por hoy imposibilitado. La magnitud del negocio y del posible quebranto es enorme. Y como en toda guerra, alguien saldrá derrotado.


Basura alimentaria


Está claro que la mayoría de los consumidores europeos no quiere saber nada con los alimentos GM. En Inglaterra, sólo el 1% de la población cree que los alimentos transgénicos son buenos (International Herald Tribune, 9/6). Hastiados de comer químicos hasta en la sopa, conmovidos por la epidemia de la vaca loca y ahora al borde del colapso por la contaminación de los pollos belgas, los europeos quieren cerrar el mercado a los productos transgénicos.


La burguesía europea agita los fantasmas de un “Chernobyl” genético (mientras no llegue a un acuerdo comercial con Estados Unidos) y les da letra a sus socios menores, los ecologistas. Los pablistas del SU, a su vez, les copian la letra a los “verdes”. Todos se rasgan las vestiduras por las terribles posibilidades de la “liberación” de los genes, oponiéndose a los alimentos GM con argumentos reaccionarios: no violar la actual biodiversidad, no alterar el equilibrio ecológico. Se oponen a los avances tecnológicos soñando con el paraíso prehistórico, cuando los dinosaurios se comían a los chicos crudos y la gente se moría de a miles por una gripe.


Dos científicos norteamericanos acusaron a la Monsanto de no haber hecho pruebas sobre los efectos de la soja GM (Guardian Weekly, 30/5). Se comprobó que el polen de maíz alterado puede matar a la monarca, una especie de mariposa muy extendida en Estados Unidos. Jeremy Rifkin, científico norteamericano autor de El fin del trabajo, al tiempo que reclamaba una moratoria en la ingeniería genética, denunciaba que los nuevos cultivos resistentes a los herbicidas provocaban un uso masivo e indiscriminado de los herbicidas permitidos (Los Angeles Times, 4/6). Por otra parte, denuncia el mismo autor que si antes la producción de sustancias farmacéuticas se hacía en el aséptico marco del laboratorio cerrado al exterior, ahora se producirán sustancias químicas en plantaciones, abiertas a miles de especies animales.


Control obrero


Es verdad que la burguesía, en su afán de lucro, hace ya décadas que nos alimenta con basura, agroquímicos, pesticidas y otras malas yerbas. Los alimentos transgénicos serán una nueva vuelta de tuerca en esa dirección. Pero cuando los grandes pulpos alientan la esperanza de reducir costos y aumentar el rendimiento de cultivos por hectárea, es decir cuando en medio de una crisis sin precedentes en la historia del capitalismo salen a decir que estamos en vísperas de una nueva revolución tecnológica, no se puede levantar el banderín de la defensa de la naturaleza.


Lo que hay que denunciar es la hipocresía del planteo de “revolución agrícola”; sólo se trata de la conquista de una rama productiva por parte de los grandes pulpos de la química y los medicamentos. Desde un punto de vista democrático, el Estado debería garantizar imparcialmente que se realicen los estudios pertinentes para evaluar los peligros de la manipulación genética. Los trabajadores (científicos incluidos) controlarían la transparencia de las pruebas y la fiabilidad de los resultados.


Pero no harán tal cosa estos gobiernos, hijos y, a la vez, meretrices de las multinacionales. Sólo un gobierno de trabajadores hará coincidir los intereses de los productores y de los “clientes”, desarrollando una industria agrícola sana y segura, con o sin biotecnología.