“Es el capitalismo, estúpido”

Todavía estaba fresco el asesinato de la maestra de Olavarría cuando tuvo lugar un nuevo episodio, esta vez en Wilde. Un estudiante de 14 años hirió a su profesora de Ciencias Naturales con una navaja durante un examen. Apenas unos días antes, en Misiones, un alumno de 16 años había golpeado a un profesor en represalia “por todo lo que exigió durante el año”.


Lo que más llamó la atención de la agresión de Wilde es que Ezequiel, su autor, no tenía antecedentes que hicieran sospechar semejante acto. “No estamos hablando de un niño que haya tenido anteriores inconductas” (declaraciones de la directora del establecimiento). Se trataba de un chico “común y corriente”, aparentemente “tranquilo”. No puede, entonces, reducirse el episodio a una patología individual y esto es, probablemente, lo que más asusta y conmueve. Si hubiera sido un caso “patológico”, no pasaría de ser un episodio excepcional. Por supuesto que para entender la agresión del joven será necesario analizar su perfil psicológico, su historia familiar y su pasado, e identificar sus conflictos, pero dichos elementos no pueden sustraerse al escenario social en que estos hechos violentos han pasado a ser moneda corriente.


Al igual que en el caso de Olavarría, el chico de Wilde pertenecía a un hogar de clase media. Y este hecho es todavía más lapidario sobre el sistema social porque demuestra que el fenómeno tiene un alcance gigantesco y comprende a sectores juveniles cada vez más vastos.


De acuerdo a los últimos datos del Indec, del mes de octubre, entre los adolescentes que tienen entre 15 y 19 años el desempleo alcanza el 34% en el Gran Buenos Aires. Hay 87.322 desocupados de esa edad, 5.120 más que hace un año. Cabe una aclaración: esta tasa se calcula sobre la población económicamente activa (PEA), que es la gente que reúne las condiciones para trabajar y que tiene o busca empleo; los estudiantes secundarios no están incluidos en la “población económicamente activa”.


El problema tiende a agravarse porque son cada vez más los adolescentes que, desalentados, abandonan la búsqueda de ocupación. “Según un estudio de la consultora Equis, en los últimos doce meses 20.882 jóvenes se retiraron por diferentes razones del mercado laboral. Entre ellos, la población económicamente activa pasó del 25,9 por ciento al 23,7 por ciento” (La Nación, 26/12).


El panorama de conjunto es el siguiente: sobre una población adolescente (15 a 19 años) de 1.083.000 habitantes, 87.322 (8%) son desocupados, pero a esa cifra hay que agregar 135.375 (12,5%) que no estudian ni trabajan ni buscan empleo ni colaboran en tareas del hogar. Es el segmento que los especialistas definen como “inactivos absolutos” (ídem). Si se suman los desocupados y los inactivos absolutos, queda comprendido el 20,5% de los adolescentes.


La capacitación asegura cada vez menos la posibilidad de conseguir un empleo. En la última década, la desocupación entre los jóvenes que cuentan con estudios superiores viene aumentando a un ritmo superior al promedio. Esta estadística, incluso, es un pálido reflejo de la realidad, pues no tiene en cuenta si los jóvenes están trabajando en un empleo afín a sus estudios (un egresado universitario que trabaje como taxista aparecerá en la encuesta como “ocupado”). El proceso paradójico que vivimos bajo el régimen social actual no es la falta, sino el exceso de capacitación. “Tres de cada cuatro jóvenes están sobreeducados” y terminan desempeñando funciones muy inferiores a su calificación y títulos, como “repositores en un mercado o en un Mc Donalds” (Daniel Filmus, secretario de Educación de la Ciudad de Buenos Aires. Actas taquigráficas). Sólo el 20 por ciento de los estudiantes universitarios tiene un trabajo acorde con su formación.


Frente a este panorama, no puede sorprender que las escuelas se estén convirtiendo en una suerte de “aguantaderos” en cuyo interior cada vez es más difícil contener los antagonismos sociales. La atmósfera se hace más irrespirable para adolescentes que no sólo viven un presente desesperante sino que, por sobre todo, no perciben un porvenir ni avizoran posibilidades de progreso. “Lo cierto es que ya no existen templos del saber, sino ollas de presión en las que repercuten la pérdida de valores y la falta de horizontes que va corroyendo el tejido social. Se trata de escuelas abarrotadas de alumnos, sin los espacios ni personal ni material didáctico adecuado, caotizadas además, por la aplicación de reformas educativas en las que se experimenta, con alumnos y docentes, como si fueran conejillos de India” (solicitada de Suteba, 24/12).


Este fenómeno tiene una dimensión mundial. La nueva generación es el principal blanco de la política capitalista dirigida a “reducir los costos laborales” y que se expresa en la rebaja de salarios, la flexibilidad laboral y, por sobre todo, la desocupación. En la Unión Europea, la tasa de desempleo entre los 15 y 24 años más que duplica el promedio.


En Estados Unidos, en pleno auge, “el 3,5 de desempleo que afecta a los adultos contrasta con el 10,3 por ciento que perjudica a la juventud” (La Nación, 26/12). Para los jóvenes son los empleos con los sueldos más bajos, los trabajos más precarios y en negro, los contratos basura, sin cobertura médica ni social y con las condiciones laborales más denigrantes y retrogradas. No es casualidad, entonces, que sea en la principal potencia del mundo donde la llamada violencia escolar ha llegado a los límites más escalofriantes.


A principios de la década del 90, “cada año ocurrían más de 3 millones de crímenes” de distinto orden en las escuelas. “Las escuelas de nuestro país se están convirtiendo en fortalezas armadas” (Jeremy Rifkin, El Fin del Trabajo). Una década después, el balance es concluyente: el sofisticado sistema de vigilancia y seguridad montado en las escuelas (y fuera de ellas), que implicaba un virtual estado de sitio sobre la juventud, no sirvió para mitigar el problema, sino para volverlo aun más explosivo. La mano dura trajo como consecuencia un aumento considerable de la población carcelaria, compuesta mayoritariamente por jóvenes.


Que el problema tiene un origen social lo prueba un hecho sencillo: bastó que el “boom” económico en Estados Unidos trajera como consecuencia una reducción de la desocupación juvenil para que disminuyera en los últimos años la mal llamada delincuencia juvenil y el uso de drogas entre los adolescentes. Pero aun este auge económico, que ya se prolonga diez años, no ha logrado erradicar “y está muy lejos de hacerlo” la lacra de la desocupación juvenil que triplica al promedio del conjunto de la economía.


Lo ocurrido en el “primer mundo” debería servir de experiencia para todos aquellos que pretenden iniciar una cruzada contra la juventud, convirtiendo en victimarios a las víctimas. A ellos, habría que decirles: “Estúpidos, el problema no son los jóvenes; el problema es el capitalismo”.