Cultura

3/5/2020

Derechos del autor y del lector

Los términos de una controversia
 

A fin de abril -el mes más cruel como dice el poeta- la página de facebook Biblioteca virtual, una de cuyas administradoras es Selva Dipasquale, fue el centro de una polémica que instaló la novelista Gabriela Cabezón Cámara, al lanzar su grito de guerra: “No regalen mis libros”, a partir del cual se abrió una grieta, con agresiva entonación tuitera, entre dos derechos presentados como inconciliables: el autoral, que defiende el porcentaje de tapa gracias al cual sobrevive (malvive en la mayoría de los casos), y el del lector, que reclama el acceso universal y gratuito a los libros.


Por muchas razones, entendemos que la controversia está mal planteada. Sobre todo, porque no existe una lucha de clases entre autores y lectores. Antes bien, de un lado y del otro del circuito sin el cual no existe la literatura, hay trabajadores: unos que producen y otros que consumen. Incluso esta división es insatisfactoria: los que producen lo hacen sobre la base de sus lecturas –impresas y… digitales- y los que leen -según nos enseñan las teorías de la literatura o apuntaba el propio Borges cuando anteponía su papel de lector al de escritor- son al mismo tiempo productores.


Las industrias culturales


Paradójicamente, el debate sigue girando casi de manera exclusiva en torno a los libros de ficción. Pero podría ser extendido –y ha sido debatido así por lo menos desde hace dos décadas- a toda la producción editorial, a la música, al cine, la prensa. La digitalización, se sabe, ha reorganizado la producción, la distribución y el consumo de bienes, a la vez que agudizó la crisis del modelo de negocios de las industrias culturales. Por otro lado, habilitó el acceso con el sencillo expediente –equipamiento y conexión mediante- de bajar contenidos: musicales, literarios, etc.


Todavía podemos recordar ya no solo las polémicas sino las sanciones contra Napster, una distribuidora que en los años dos mil hizo furor al habilitar la descarga gratuita de canciones. El baterista de Metallica y sobre todo las pocas corporaciones que monopolizan la industria de la música actuaron contra la plataforma que debió cerrar definitivamente el grifo. Lo que siguió después es ejemplar: Napster se terminó reconvirtiendo en un servicio de pago y nosotros seguimos bajando música por otros medios.


¿Son los melómanos o aficionados los culpables de la crisis de la industria o de la pérdida de las regalías de los músicos a partir de sus incursiones piratas? Parece que no. La cuestión es bastante más compleja. Ninguna de esas prohibiciones y persecuciones impidió superar la crisis que atraviesa la industria de la música que, desde los años ochenta, profundizó sus tendencias a la concentración monopólica y a la conformación de gigantescas corporaciones multimedia.


Si seguimos la lección de esta historia, podríamos concluir que el metalero, antes que reclamar a su público masivo y fan pirata, debía haber denunciado la crisis capitalista en curso desde entonces y al puñado de compañías que monopolizan el mercado y controlan, en última instancia, su creación. De hecho, las corporaciones encontraron una nueva modalidad para garantizar su tasa de ganancia: compran la música y participan de los ingresos de los recitales del intérprete o su banda. A eso lo denominan “contrato 360°”: redondito.


El libro, esa mercancía descartable


En la industria del libro el panorama es similar. De aquellas librerías-editoriales de pioneros con iniciativas más culturales que comerciales queda poco y nada. Fueron siendo desplazadas por las grandes corporaciones globales que concentran marcas (ese listado interminable que figura en las portadas de los libros) e internacionalizan desde sus casas matrices la producción cultural. Bertelsmann es la ilustración más acabada: de librería del siglo XIX devino, en los años ochenta, en el tanque alemán que, en nuestros pagos, embolsó el sello Sudamericana y su catálogo entero. Esta misma tendencia se advierte en las bocas de expendio que se fueron concentrando en grandes cadenas de librerías.


Todo este proceso dejó en el camino un tendal de trabajadores: editores, gráficos, libreros. Según un informe de la Cámara Argentina de Publicaciones (CAP) y un relevamiento de la Cámara Argentina del Libro (CAL), realizado en 2019, “la caída del empleo indirecto para los libreros fue del 15 % mientras que en la industria gráfica, de acuerdo a lo informado por la Federación Argentina de la Industria Gráfica, hubo más de 5.000 empleos directos menos. Más de 40 librerías pequeñas de todo el país cerraron sus puertas, además de 30 independientes que cerraron sus sucursales o fueron absorbidas por grandes cadenas. Otra cantidad, aproximadamente 80, tiene problemas en la cadena de pagos” (Mercado, 10/6/19).


Además, la concentración y extranjerización de la industria editorial condicionó la producción cultural y los términos de negociación de los autores. Es cierto que sobreviven o han aparecido editoriales independientes, pero también lo es que el monopolio del mercado –sobre todo en nuestro caso, bastante reducido- está controlado por los grandes monstruos de Planeta y Bertelsmann que publican cada vez más títulos a la espera del golpe de suerte de un bestseller, los reeditan poco porque no tienen salida, destinan los sobrantes a las mesas de saldo o los acumulan en depósitos para su trituración final. Los escritores y los lectores, bien gracias.


Trabajadores


Para los lectores, los libros tienen un valor de uso: su disfrute, la ampliación de su experiencia de vida, la extensión de su horizonte intelectual y afectivo, etc. La exigencia de que los lectores conciban al libro por su valor de cambio, como una mercancía, no es una salida aunque se haga en nombre del derecho de autor. Es una mala petición de principios, porque deberíamos alentar el mayor acceso a los bienes culturales, esto es, la conquista de más lectores.


También es una petición anacrónica: ahora están dadas las condiciones tecnológicas para descargar gratis los libros y tenerlos al alcance de los ojos. Es imposible aventurar si esto es el fin de la industria y de todos los que participan en ella, el escritor en el punto de origen. De hecho, algunos informes señalan, contradictoriamente, que los lectores asiduos siguen comprando libros físicos. Se dirá que son pocos y que no alcanzan para salvar una industria. Entonces, podríamos aprovechar este debate para exigir al Estado, antes que políticas de vaciamiento y desfinanciación, de fortalecimiento de la educación pública, de apoyo a los pequeños emprendimientos editoriales y de abastecimiento de las bibliotecas, lugares clásicos donde se forman tales lectores. En cualquier caso, si hay entierro o no del libro impreso, no será por culpa de los lectores ni de sus actos corsarios sin fines de lucro.


Pero el llamado a “pagar” por el libro-mercancía expresa, además, un planteo deformado: lo que está en juego es menos el derecho de propiedad del autor que el de las editoriales. Los autores –y aquí se abre un enorme abanico que va de los escritores reconocidos que tienen una mejor posición para negociar una mayor cuota parte del precio del ejemplar hasta aquellos noveles, menos célebres o marginales que perciben muy magros ingresos, cuando se los depositan- pierden su derecho desde el primer momento en que firman un contrato que hace ingresar su producto en la industria editorial. Sobreabundan las historias de los creadores –en la música o en la literatura- que disputan y confrontan con las imposiciones contractuales, leoninas la mayoría de las veces, de las compañías. ¿No sería esta una oportunidad para agregar ese punto en el debate?


Ahora bien, está claro que, en escala diversa según el reconocimiento o la legitimación del autor, los ingresos que percibe por la venta de un libro se desploman con la circulación gratuita de sus ejemplares en archivos de PDF. Es decir, no cobra un peso. En un posteo que leímos el 1° de Mayo, una reconocida novelista postulaba: “Escribir es trabajar”. Una consigna que, aunque no estuviera pensada así, funcionaba como un buen contrapunto a “No regalen mis libros”. Ubica a los creadores en una serie colectiva –la de las y los trabajadores-, y en defensa no de una propiedad sino de un trabajo, de poder vivir de su oficio, ese que reconocen sus lectores cuando compran sus libros o los descargan desde una página. Desde allí, los trabajadores de la cultura tienen un mejor punto de partida para organizarse con otros y plantear sus demandas a las empresas y al Estado, como tantos trabajadores, y a interpelar en otros términos al conjunto de aquellos que los leemos con placer.


La salida no puede pasar por la defensa de la propiedad sino por su abolición. En todos los órdenes.