Cultura

9/11/2017|1482

El arte y la Revolución


La Revolución de Octubre -se ha señalado repetidas veces- constituyó un gigantesco laboratorio donde los artistas experimentaron hasta poner en crisis los lenguajes, los modos de representación, la concepción de su trabajo e incluso de los nuevos públicos, para colocar todo en relación todavía más estrecha con esa humanidad que construía la primera revolución proletaria triunfante de la historia. Se trataba también de revolucionar el arte al calor de la revolución social.


 


Estética, política…


 


Ese fue precisamente el eje de las intervenciones de la mesa integrada por la especialista en artes escénicas Estela Castronuovo, el ensayista Eduardo Grüner y el novelista Martín Kohan, que se desarrolló en la cuarta jornada del seminario.


 


Castronuovo ilustró el proceso con la trayectoria y la obra de Vsevolod Meyerhold, quien concebía a la revolución estética y la revolución política como “las dos caras de una misma moneda”. La nueva sociedad exigía un nuevo teatro que debería poder desplegar toda su potencialidad política para “cimentar el nuevo orden social”. Meyerhold, quien había adherido muy temprano a la revolución bolchevique, articuló experiencias y tradiciones del más diverso tipo para disponer las bases de su revolución teatral: el constructivismo (fundamentalmente en los dispositivos escénicos) y la biomecánica (como el método que inauguraba para el entrenamiento actoral). Para Meyerhold, el trabajo del actor debía ser una “praxis política” que no se limitara a representar la realidad sino que expusiera la naturaleza política de lo representado. La obra, por su parte, cifraba su potencialidad política “no en el contenido semántico sino en esa particular relación entre el espectáculo y su espectador”, a quien buscaba desalienarlo, incomodarlo, sacudirlo.


 


En esa misma línea, Grüner se refirió al formalismo ruso, una teoría literaria que tuvo entre sus principales representantes a Victor Shklovski y Iuri Tinianov, desde la que se elaboró el concepto de ostranénie (extrañamiento) para explicar y plantear la desautomatización del arte como procedimiento del arte de vanguardia. Allí advirtió una homología: entre la revolución que revela que hay alternativas a la realidad existente y el arte desautomatizado que crea otras tantas representaciones posibles. Luego se concentró en la célebre obra de Kazimir Malévich, “Blanco sobre blanco”, para advertir sobre aquello que va del dislocamiento que provoca la revolución al grado cero del color, a partir del cual la pintura pareciera tener que empezar desde cero. Finalmente, recuperó las reflexiones de Serguéi Eisenstein sobre la técnica del montaje -“una articulación de fragmentos que permiten construir un sentido nuevo que antes no estaba presente en cada una de sus partes”- como concepción no sólo del arte sino de la vida, que habilitaría a seguir pensando la conjunción del arte y la revolución.


 


…y tensiones


 


Castronuovo relató la anécdota de cómo Anatoli Lunacharski, el comisario de Instrucción que apoyaba y había designado a Meyerhold al frente de los teatros de arte y populares, había salido escandalizado de la primera obra constructivista y biomecánica del dramaturgo: El cornudo generoso, por cuestionamientos morales. Pero fue Martín Kohan quien compartió fragmentos de su último ensayo, “1917”, para detenerse en otras tensiones entre arte y política o entre artistas y revolucionarios. Analizó el poema “Lenin”, de Vladimir Maiakovski, para advertir una diferencia: de un lado, la palabra instantánea del político revolucionario, “la que produce conciencia y acción, la que es conciencia y acción”; del otro, la palabra del poeta que “es espera”, que siempre está mediada. “Nada de lo social -observó Kohan, conectando con las exposiciones anteriores- es inmediato en el arte”.


 


Y cerró con dos episodios agrupados bajo un mismo título: “Fuera de lugar”. En el primero, relató el llamamiento que Lenin le dirigió a Máximo Gorki para que se fuera de San Petersburgo y volviera junto a él, como respuesta a algunas críticas que había formulado el novelista ruso en una carta anterior. En el otro, ya lejos de los años de la revolución, contó el episodio en el que Trotsky hizo bajar del auto en el que viajaban al poeta André Breton tras una fuerte discusión. Kohan jugó con los sentidos de ambos hechos: el revolucionario que le dice al artista que se acerque o que se aleje, como imágenes que condensan otras tantas tensiones entre la vanguardia artística y la vanguardia política.


Aquel “hervidero de experiencias artísticas novedosas”, en términos de Grüner, no pudo ser sepultado por esa “estupidez reaccionaria del realismo socialista”, es decir, por el estalinismo. En aquellos apretados quince años -y todavía más: en aquellos años marcados por la guerra mundial, la guerra civil y la miseria- pudieron desplegarse los artistas, las obras y las experiencias más emancipatorias del siglo XX, a tal punto que seguimos no sólo revisitando sus producciones e historias sino también debatiendo sobre las relaciones arte/política, sobre el compromiso militante del creador o del intelectual, sobre la necesidad de la revolución para salir de la barbarie y transformar radicalmente nuestra cultura.