Cultura

13/9/2007|1009

El niño de barro: Santos Godino o el espejo de la fiebre

En 1912, una serie de asesinatos de niños conmovió al país: Cayetano Santos Godino, alias “El Petiso Orejudo”, mató a cuatro chicos de entre 18 meses y 13 años de edad. También intentó poner fin a la vida de siete más. Godino, que contaba con 16 años de edad, era hijo de inmigrantes calabreses y tenía cierto retraso mental. Después de confesar sus crímenes —cometidos en baldíos de Parque Patricios, barrio obrero de la Capital—, fue encarcelado hasta su fallecimiento en la Cárcel del Fin del Mundo, en Ushuaia. La película El niño de barro, que acaba de ser estrenada, narra su historia con un giro fantástico y una puesta correcta (a pesar de ciertos problemas actorales y de guión). Sin embargo, el film no logra reflejar los problemas sociales y políticos que los crímenes del Petiso Orejudo suscitaron y que, casi un siglo después, siguen vigentes como en aquellos tiempos.


La época de la detención de Cayetano Santos Godino estuvo signada por un auge del movimiento obrero, una enfervorizada lucha de clases y los denodados intentos de la oligarquía criolla por poner fin a un estado de insurgencia. Diez años antes de su detención se había sancionado la Ley de Residencia que condenaba con la repatriación a aquellos inmigrantes que se organizaran sindicalmente y realizaran actividades políticas revolucionarias, bajo el cargo de “perturbar el orden público”. Dos años antes las clases pudientes en el poder celebraban el centenario de la Revolución de Mayo con fastuosos festejos pagados con los excedentes de las exportaciones que convertían a la Argentina en el granero del mundo, además de su carnicería de lujo. Mientras tanto, el hambre y la explotación eran la moneda corriente en la clase trabajadora, compuesta en su mayoría por inmigrantes europeos. Los padres del Petiso Orejudo eran calabreses, pobrísimos, y se ubicaban en el último escalón de la degradación a la que se ven sometidos los eslabones más débiles del sistema social. Eran, a los ojos de la burguesía naciente, la forma más acabada de la amenaza social. No es de extrañar que en La Nación del 7 de diciembre, un día después de la detención de Santos Godino, se publicara la noticia sobre ese hecho inmediatamente después de informar sobre la cantidad de huelgas obreras durante ese año. Su número se elevaba a 937.


El film contempla un aspecto que circundaba el ámbito donde se desarrollaron los crímenes del Petiso Orejudo. La pedofilia —el abuso sexual de niños— era una práctica que se desarrollaba con normalidad en Buenos Aires, ciudad en la que la trata de blancas y la explotación sexual constituían algunos de los negocios secretos de la burguesía. Uno de las chicos asesinados por Santos Godino, que tenía 13 años cuando murió, practicaba la prostitución. Con sólo caminar los barrios populares de la ciudad se podrá comprobar que la explotación infantil en todos los ámbitos sigue siendo un signo de lo contemporáneo. De Constitución a Pompeya, los niños siguen siendo las víctimas principales de un sistema atravesado por el delito. Además: ¿no siguen siendo las movilizaciones obreras y piqueteras síntomas de la enfermedad social para los comentaristas de los explotadores? ¿No es cierto que aún hoy se culpa a los inmigrantes extranjeros por los problemas que azotan a la sociedad?


El cantante estadounidense Sufjan Stevens escribió una conmovedora canción sobre John Wayne Gacy Jr., un escabroso asesino serial condenado a la pena de muerte. Uno de sus versos interpela al oyente: “¿Sos uno de ellos?”, pregunta la canción. Y concluye diciendo: “En mi mejor comportamiento / yo también soy como él. / Busquen debajo de mis pisos / por los secretos que escondí”. Porque asesinatos tan aberrantes no sólo permiten conjeturar sobre los costados monstruosos del ser humano, sino que son espejo preciso de un momento histórico determinado. Crímenes excepcionales como los cometidos por el Petiso Orejudo hablan sobre la situación de excepcionalidad que atraviesa la sociedad capitalista y reflejan las tragedias cotidianas que se viven bajo el dominio de los explotadores.