Cultura

13/5/2021

Escribir con el idioma de la crueldad

Publicado originalmente en 2005, "Da igual" contiene veinticinco relatos cortos que la escritora húngara Agota Kristof (1935 - 2011) redactó mientras adquiría, en el exilio, su segunda lengua.

El aciago destino forzó a la escritora Agota Kristof, a la edad de 21 años y junto a su esposo (un profesor enrolado en la convicción de desoír los dictados de la burocracia del régimen) y una beba de cuatro meses de vida, a abandonar en 1956 su país natal. Hungría, levantada en armas contra el yugo estalinista, logró sostener la lucha apenas una veintena de días antes de que la maquinaria de destrucción de las tropas soviéticas anegaran en un baño de sangre el nuevo despertar revolucionario. Ella detuvo su huida de esa sepultura de los sueños socialistas -un periplo que realizó a pie- cuando pisó el suelo apacible de Suiza. Pero hubo una posesión ancestral que debió ofrendar a la frontera durante la marcha: el lenguaje que la hermanaba a sus compatriotas. Una doble condición de orfandad y de extranjería que la hundió en la mudez por casi tres décadas, período de tiempo en el que trabajó para una fábrica de relojes, se divorció, se casó y se separó otra vez y tuvo dos hijos más. Lo que finalmente la sacó del silencio, al rehabilitarle el ejercicio de la escritura, fue el aprendizaje del idioma francés; tenaz tarea de la que dio cuenta en su autobiográfica “La analfabeta”, la cual publicó en 2004.

Alpha Decay, la editorial española que lo lanzó el pasado marzo, presenta “Da igual” -un título que desde el vamos alude a una dura increencia en las consecuencias de los actos- como el libro que reúne veinticinco cuentos que hacen de lo despiadado un tema en común.

Se trata de narraciones muy breves que en escaso número superan el par de páginas, muchas en primera persona y varias conformadas íntegramente por soliloquios o diálogos, con la apariencia de bosquejos rápidos de ideas que Agota Kristof quizá preveía desplegar en proyectos de obras de más largo aliento.

Un núcleo de melancolía irreductible se descubre a través de su lectura, sobre el que se adhieren densas capas de cansancios y renuncias: “…bajo mis párpados, pasarán las imágenes de la pesadilla que fue mi vida”, dice una de las tantas voces que se condensan en pocas líneas. Así, dejan un regusto de interrogantes desesperados que sólo reciben retruécanos indolentes por toda respuesta.
La brusquedad de los remates de la mayoría de estas historias subraya cómo nunca estuvo al alcance ninguna solución para sus personajes, que de un momento a otro se encontraron metidos dentro de un drama infernal. El modo perturbadoramente calmo en el que exhiben la crueldad, de la que echan mano para acrecentar la sensación de un absurdo absoluto, recuerda -se puede arriesgar- la literatura del argentino Juan Rodolfo Wilcock o la de la inglesa Leonora Carrington.
En este conjunto de relatos la imaginación extrae de la cantera de la realidad auténticas piedras de la locura, y detrás de tal operación se revela una autora inigualable. Vale la pena citar acá las palabras con las que la sagaz Ariana Harwicz (quien también convirtió la inclemencia en un potente tópico de su ficción, algo que demuestra, por ejemplo, en la novela “La débil mental”) sintetiza la figura de Agota Kristof: “…tuvo una vida de turista para su país natal. Pero inventó una patria en su escritura”.