Cultura

11/10/2012|1243

Infancia clandestina

"Infancia clandestina” es la de Juan, en el borde de los años ’80. Juan es entonces Ernesto, cuando vuelve al país con apenas once años y con la identidad fraguada, como la de sus padres, militantes montoneros.


Juan y Ernesto. Juan en la familia: con papá y mamá, con su hermana, con su tío, un tío entrañable. Es Ernesto fuera de casa: en la escuela, con sus amigos, en el universo en el cual sus padres se plantan para una lucha desigual. Es el contexto de la narración fílmica, imprescindible y dominante. Pero no es el tema, el núcleo clave de la película.


El tema es Juan-Ernesto. Un niño que no es cualquier niño, porque es también símbolo, testigo, marca de una generación. Una generación que irrumpe desde un lugar muy particular. Desde ese rincón tan poco reconocido como es el de los hijos de los luchadores que enfrentaron a los genocidas. No es el lugar de los niños arrebatados en el tiempo temprano del nacimiento ni poco después. Es la de otros niños, aún cuando la línea que separa a unos y otros sea borrosa. Juan-Ernesto sabe, Juan-Ernesto reconoce, recuerda. Es un hombre niño, clandestino, convocado a la trinchera de una lucha que se le impone, con su nombre escondido frente al represor.


Juan convive con las exigencias más duras de una militancia extrema, con las armas, con la casa refugio, con los compañeros que caen bajo la represión asesina, con la valentía y el miedo. Ernesto es su máscara de niño, en la escuela primaria, el nombre de un chiquilín que juega, festeja con sus amigos, se enamora, fantasea.


La película ilumina una sombra. Es el mismo terreno que exploró “Los Rubios” de Agustina Carri (hija del desaparecido Roberto Carri): el relato de las víctimas menos visibles, quizás sólo menos escuchadas, sin voz propia. En este caso Juan, con su década y algo más a cuestas, con sus ojos de hombre-niño que se asoman a todo: el paraíso de un niño, el infierno que lo condiciona. Todo.


Benjamín Avila, el director de “Infancia Clandestina”, retrató así su propia infancia. Es Juan, es Ernesto, es su vida. Confesó que con esta obra alcanzó su “misión cumplida”, como si fuera un exorcismo. Se permitió decirle a sus padres -¿y por qué no?- que no desafiaran la muerte porque los necesitaba, se permitió honrarlos por su lucha, se permitió recoger su infancia sufriente y también amorosa, y convertirla en reivindicación, en imagen, en poesía y emoción.


La película vibra, para el que lo quiera ver, en un drama de todos los tiempos. Los padres, como podemos, elegimos a nuestros hijos. No es un vínculo recíproco. Nuestros hijos no; no elijen ni deciden a sus padres. Y hay más: los padres también fuimos hijos. Es el territorio de nuestra propia construcción, como la de todos los hombres. Todos, finalmente, hacemos nuestra historia, si podemos, en un escenario que no hemos elegido.


Los padres de Juan eligieron. Y se lanzaron al vértigo que les llevó la vida. No supieron protegerse, porque al escribir su historia lo hicieron con una política que los condenaba. “Perón o muerte”, dice el padre de Juan, cuando era más que una consigna, el símbolo de un desastre. El de una orientación política que identificó al viejo líder nacionalista con el socialismo y la patria liberada de su destino de semicolonia. Un camino sin salida: las tres A fundadas por Perón, convertidas en grupos de tarea y carnicería organizada, hicieron su labor con los Videla y Compañía.


Lo que importa aquí es que “Infancia clandestina” se aventura, entonces, en un territorio poco frecuentado: el de las víctimas menos visibles del dolor y el sacrificio de una batalla elegida, la de sus padres contra el oprobio de la dictadura. No pretende el examen político de una historia escrita con sangre. Sospechamos que se hubiera perdido en el intento y, si es por eso, no deja de ser un mérito. Eligió, a su modo, la “patria” de la infancia (el estadio del hombre en su máxima indefensión social, si recordamos bien la frase de Florencio Escardó, un pediatra que supo hacer escuela).


El vacío de una indagación política habilita las críticas a la película que remiten al contenido universal (abstracto) de “Infancia…”: el amor de la madre, el amor del niño, la familia, en las más terribles circunstancias. Y la eleva en la consideración del negocio del cine, por supuesto. Habilita también el elogio “oficial” de quienes quieren hacer suya la memoria del pasado, no para reivindicar la patria socialista de los jóvenes setentistas, sino el orden capitalista de una empresa que ahora, en el poder, asume la forma de una farsa.


Aún así “Infancia clandestina” conmueve hasta las tripas. Hasta las lágrimas que pueden ser de hombre y de mujer, porque son lágrimas de humanidad. Se puede llorar también con el sentimiento del niño que llevamos adentro. Y agradecer el arte de la actuación en escenas memorables, con Cristina Banegas, con Ernesto Alterio, con un elenco que se metió bien adentro de una película de autor.


Finalmente, si busca una metáfora política le ofrecemos una, claro que no de la película misma, pero indirectamente a ella asociada. Es la del niño actor que protagoniza a Juan-Ernesto. Hoy, Teo Gutiérrez Moreno tiene 15 años, ocupa un colegio, y responde a un reportaje del diario Perfil. Que concluye así:


-En 2015 vas a tener 17 años y si se aprueba la reforma constitucional del voto optativo, vas a acceder a las urnas. ¿Qué opinás?


-Estoy de acuerdo. Es una reivindicación a los pibes que están metidos en la política. También sé que es un movimiento del gobierno para tener más votos. Tengo un montón de amigos que están a full.


-¿En La Cámpora?


-No, en agrupaciones independientes, de izquierda. Nunca nos interesó La Cámpora.


-¿Votarías? -Sí. Un amigo me abrió la cabeza sobre por qué no votarla a Cristina. Creo que iríamos con el Partido Obrero.


Ficción y realidad. “Infancia Clandestina”. Hoy y acá.