Cultura

13/4/1993|387

No es el amor sino la guerra

Nominada para seis Oscars por la Academia de Hollywood y convertida en una de las películas más taquilleras de esta temporada tanto en los Estados Unidos como en nuestro país, “El juego de las lágrimas”, del irlandés Neil Jordan, presenta a un comando del IRA que secuestra a un soldado inglés para canjearlo por uno de sus militantes y que será ajusticiado en caso de que el trueque fracase.


El encargado de custodiar al prisionero y, luego, de matarlo, es un “voluntario” que tiene en ésta su primera acción importante en la organización. El secuestrado muere, no por sus manos, los ingleses descubren el refugio y el secuestrador escapa a Londres donde rastrea a la pareja del soldado muerto, que crecientemente lo atrae, hasta que se llega a un cuadro amoroso y pasional.


Al decir de un crítico, de no haber sido por un juego impactante con el travestismo, esta película no habría pasado de ser un simple melodrama al estilo de los años ‘50.


En realidad importa porque se ha convertido en la película más vista de las últimas semanas, ha fascinado a la mayoría de los críticos, aún a los progresistas y de izquierda, e impactó a una franja de la clase media del mismo signo político. Esto pese a que la mitad de la película es un panfleto contra el IRA, que esconde la opresión inglesa sobre el pueblo irlandés (lleva más de 400 años) y que convierte a los militantes de esa organización en salvajes que asesinan a personajes desvalidos y que, por lo tanto, se merecen la lluvia de bombas que les destina el ejército inglés en la única, fugaz y casi anónima aparición en toda la película.


El irlandés Jordan (no está claro si pertenece a la comunidad católica o protestante) arma todo el andamiaje con puntillosidad. El representante del ejército inglés secuestrado es un negro, procedente de las Islas Vírgenes, que se ha conchabado en las fuerzas armadas por el sueldo y que derrama amor y buenas intenciones.


Unas pocas palabras le alcanzan para colocar de su lado al secuestrador en una “natural” alianza entre marginales (uno del ejército y el otro del IRA), arrastrados por una confrontación que no terminan de aceptar o comprender. Ambos, por supuesto, son personajes queribles: uno negro con cara de entre bueno y tontón (tan poco arbitraria es la elección que el actor es estadounidense y la película hecha en Inglaterra) y el otro pelilargo, desaliñado y sin ningún rasgo de malicia.


Por el contrario, los “jefes” (del IRA, naturalmente, los ingleses no aparecen) tienen aspecto germánico (para tomar un arquetipo norteamericano de los “malos”) y entre sus “blancos” no hay personajes odiables: el soldado negro, un alto funcionario representado por un viejito de aspecto intrascendente y, finalmente, el propio “voluntario” que es perseguido por sus responsables antes que por las fuerzas de seguridad inglesas.


Este es el cuadro que rodea a la “impactante” historia de amor,  obviado por los críticos argentinos. Seguramente Hollywood lo ha tenido muy en cuenta —mucho más que la exhibición de los genitales por parte del travesti—  a la hora de la múltiple nominación. Como cuota parte del aparato de propaganda norteamericano, el festival de los Oscars no da puntada sin hilo. En cambio, muchos de nuestros progresistas han perdido el carretel.