Cultura

4/4/2020

¿Otra vez Sopa?: a propósito de Sopa de Wuhan, antología de intelectuales sobre la pandemia

Con honrosas excepciones, los textos reunidos se inclinan por un ensayismo apocalíptico o utópico con muy poca atención sobre la historia concreta.

Con una edición digital muy cuidada y bajo un sello editorial bautizado para la ocasión (Aislamiento Social Preventivo Obligatorio), ha circulado desde hace unas semanas Sopa de Wuhan, “una compilación de pensamiento contemporáneo en torno al COVID 19 y las realidades que se despliegan en el globo” -tal como se presenta en la introducción- publicadas en diversos medios a lo largo de un mes, entre el 26 de febrero y el 28 de marzo. Como toda antología, imposible evitar el sesgo del seleccionador: sobreabundan los filósofos, activistas que podrían colocarse en el campo de los autonomismos existentes, críticos en grado diverso y bajo perspectivas igualmente diferentes del capitalismo. 


Dos cuestiones previas para comenzar. En primer lugar, el dato es la vuelta de los intelectuales a los medios periodísticos, ya sea porque fueron convocados como columnistas (sobreabundan las notas publicadas por El País) o porque sus tesis o los debates abiertos a partir de sus intervenciones lograron cierta repercusión en los medios masivos y redes sociales. Estamos lejos del regreso de la figura del compromiso intelectual y de las audiencias que demandan posiciones o le otorgan legitimidad a su voz. Sin embargo, por lo menos mientras dura la pandemia, los pensadores rápidos cedieron lugar a los más lentos, fraguados en el campo académico o en bibliotecas un poco más rigurosas. El razonamiento de los medios puede ser más lineal y económico: ante tanto desconcierto, a ver qué dicen los “grandes pensadores”. Y salieron a buscarlos.


La segunda más importante: como el capitalismo, sus países o sus clases sociales, los intelectuales entran a la pandemia con toda su historia a cuestas. En tal sentido, podríamos arriesgar que ratifican su arsenal teórico –sus ideas-, lo que no necesariamente es perjudicial para algunos de los autores de la antología, pero que puede ser funesto –para estar a tono con nuestro tiempo- en la mayoría de los casos. 


Salidas de emergencia


Giorgio Agamben fue sin duda la punta de lanza. O al menos en torno a sus tesis se dispararon las principales controversias y, en tiempos de redes, se derivaron tuits más o menos cómplices o irónicos. Para el filósofo italiano, las medidas de emergencia han sido “frenéticas, irracionales y completamente injustificadas”. En realidad, la justificación se encuentra, nos dice, en una “tendencia creciente a utilizar el estado de excepción” por parte de los gobiernos, que se solapa con otra tendencia “no menos inquietante”: el estado de miedo. 


Al abrigo de esta tesis –con matices o variaciones, bajo el influjo foucaultiano- se elaboraron otras tantas notas de opinión que recoge la antología. El español Paul B. Preciado postula que “las epidemias, por su llamamiento al estado de excepción y por la inflexible imposición de medidas extremas, son también grandes laboratorios de innovación social, la ocasión de una reconfiguración a gran escala de las técnicas del cuerpo y las tecnologías del poder”. María Galindo, del colectivo boliviano Mujeres Creando, concluye que “lo que está claro es que el coronavirus, más que una enfermedad, parece ser una forma de dictadura mundial multigubernamental policíaca y militar”. El coreano Byung-Chul Han, por su parte, afirma que “China podrá vender ahora su estado policial digital como un modelo de éxito contra la pandemia. China exhibirá la superioridad de su sistema aún con más orgullo. Y tras la pandemia, el capitalismo continuará aún con más pujanza.”


Difícil no darles la derecha en estas perspectivas apocalípticas cuando el presidente húngaro, Víctor Orban, disuelve el parlamento, asume la potestad para dictar o vetar leyes y endurece penas contra los que infringen la cuarentena. Roberto Duterte ordena fusilar a quienes no respeten la cuarentena en Filipinas. O el megalómano de Turkmenistán prohíbe usar la palabra “coronavirus”. En una lista extensa y que sigue sumando barbarie. Con todo, algunos argumentos podrían recusarse por varías vías. La más simple, si se quiere, la formuló el francés Jean-Luc Nancy, al cuestionar el presupuesto de Agamben: no enfrentamos una gripe normal, “el coronavirus para el que no hay una vacuna es claramente capaz de una mortalidad mayor”. Sobre este punto, se acumularon cantidades de críticas y hasta de sarcasmos contra la tesis del italiano. 



Pero nos interesa sumar otras dos. Por un lado, en las notas que mencionamos se subraya poco que el estado de excepción no es la contracara dura de las democracias occidentales y progresistas. Antes bien, las medidas excepcionales, extraordinarias, de emergencia o de urgencia, forman parte de un arsenal al que acuden para enfrentar no solo pandemias sino también huelgas, movimientos de masas, rebeliones o levantamientos populares. Basta ver las políticas de la civilizada Europa que disponen contra los emigrados a quienes se los encierra en cuarentena obligatorias en islas, centros de reclusión o campamentos de detención. 


Por el otro, el mundo apocalíptico y policial se revela cristalizado, sin presencia humana, de trabajadores, de masas. En consecuencia, no hay salida alguna, como en Agamben, para quien no existe otro movimiento que el de las operaciones de un Estado policial, frente al cual “no hay protestas ni oposiciones”. O las salidas pueden ser tanto trágicas como felices, tal como especula en su diario íntimo Bifo Berardi (“Podríamos salir de ella [la pandemia] definitivamente solos, agresivos, competitivos. Pero, por el contrario, podríamos salir de ella con un gran deseo de abrazar: la solidaridad social, contacto, igualdad”). O las salidas se traducen en evasiones individuales, más cercanas a un sofisticado manual de autoayuda que al manifiesto político. Preciado nos convoca a desloguearnos (“Apaguemos los móviles, desconectemos Internet. Hagamos el gran blackout frente a los satélites que nos vigilan e imaginemos juntos en la revolución que viene.”); Galindo a contagiarnos (“Cultivar el contagio, exponernos al contagio y desobedecer para sobrevivir”) y Byung Han a cultivar la esperanza (“Confiemos en que tras el virus venga una revolución humana. Somos NOSOTROS, PERSONAS dotadas de RAZÓN, quienes tenemos que repensar y restringir radicalmente el capitalismo destructivo, y también nuestra ilimitada y destructiva movilidad, para salvarnos a nosotros, para salvar el clima y nuestro bello planeta.”). ¿Hace falta agregar algo más?


El contendiente público de la posición de Agamben fue Slavoj Žižek, quien además escribió en tiempo record un demasiado oportuno libro bajo el título de Pandemia. El pensador esloveno apela al imaginario cinematográfico para sentar su tesis: “la epidemia de coronavirus es una especia de ataque de la ´Técnica del corazón explosivo de la palma de cinco puntos´ contra el sistema capitalista global” y derivar su conclusión optimista: “el coronavirus nos obligará a reinventar el comunismo”. Más allá de otras consideraciones, el planteo de Žižek carece de fundamentos. Queremos decir: a lo largo del artículo no brinda un solo argumento. Solo nos devuelve al campo de las ideas y de la magia, como si bastara con “pensar en una sociedad alternativa” o “que no podemos seguir el camino hasta ahora, que un cambio radical es necesario”, para que tal sociedad y tal cambio sean. 




Entre pesimistas y optimistas, emerge Alain Badiou: la situación actual no tiene nada excepcional, nos dice. Y tras un elogio al accionar del presidente Macron concluye que “no habrá consecuencia política significativa” y que el mejor modo de aprovechar el confinamiento, para “quienes deseamos un cambio real en los hechos políticos”, es “trabajar en nuevas figuras de la política, en el proyecto de lugares políticos nuevos y en el progreso transnacional de una tercera etapa del comunismo”. Difícil salir de este otro encierro al que nos lleva Badiou, casi peor que la cuarentena.  


El elogio del método


Con todo, destacamos por lo menos a dos autores. De un lado, Raúl Zibechi, quien pone en juego consideraciones más puntuales en torno a la reorganización mundial capitalista y arriesga una lectura –discutible, claro- en torno al lugar que podría ocupar China en el nuevo escenario pos pandemia. Su salida –en la tradición de los autonomismos- no sorprende: “Los pueblos originarios y negros de América Latina, con destaque del zapatismo, los nasa-misak de Colombia y los mapuche, están en mejores condiciones. Algo similar puede suceder con los proyectos autogestionados, las huertas o los espacios colectivos con posibilidades de cultivar alimentos.” La cuestión es si alcanza como salida, sobre todo teniendo en cuenta que el artículo no fundamenta esos “destaques” ni hace al menos algún balance de la suerte de los proyectos autonomistas desde la crisis de los dos mil, por lo menos, para no ir más allá. 


El otro autor es David Harvey. Tras definir apretadamente su concepción del capitalismo (un modelo de expansión y crecimiento incrustado en un modelo más amplio de reproducción social) nos cuenta que, al anoticiarse de la pandemia, “pensé inmediatamente en las repercusiones que tendría en la dinámica global de la acumulación de capital”. 


Harvey es el único que asume el tema del virus no como una metáfora ni como un “desastre natural”: lo inscribe en las condiciones ambientales y en los modos de producción. El “pánico” ante la pandemia, antes que atribuirlo a alguna maniobra conspirativa, lo explica en relación con el desfinanciamiento de los sistemas sanitarios mundiales o el desinterés de las corporaciones farmacéuticas por investigar sin ánimo de lucro enfermedades infecciosas. Y, sobre todo, relaciona la “vulnerabilidad” del sistema con que “los modos de consumismo que explotaron después de 2007–8”, con un “diluvio de inversiones” hacia negocios como el turismo, la ‘gig economy’ de las plataformas de reparto y transporte y las actividades educativas o culturales y  “que guarda absoluta relación con la absorción máxima de volúmenes exponencialmente crecientes de capital (…) que tuvieran el tiempo más breve posible de facturación”, con esta pandemia “se han estrellado con demoledores consecuencias”. 



 


Para decirlo de otro modo: es uno de los pocos autores del libro que refiere la bancarrota capitalista de 2007/8 para enlazarla con la crisis actual que el coronavirus no hace sino agravar. “Si China no puede repetir su papel de 2007–8, entonces la carga de salir de la actual crisis económica se desplaza ahora a los Estados Unidos, y aquí se encuentra la ironía última: las únicas medidas políticas que van a funcionar, tanto económica como políticamente, son bastante más socialistas que cualquier cosa que pudiera proponer Bernie Sanders, y esos programas de rescate tendrán que iniciarse bajo la égida de Donald Trump”, señala Harvey con sarcasmo en su conclusión, en lo que parece referirse a medidas como nacionalizaciones y otras. Si Trump “es sabio”, sostiene, “cancelará las elecciones sobre la base de una emergencia y declarará el principio de una presidencia imperial para salvar al capital y al mundo de la ´revuelta y la revolución´”. 


Dicho de otro modo, Harvey evita tanto el ensayismo –en sus versiones de mundo apocalíptico o feliz- como las salidas ideales que sobreofertan los autores de la antología. Piensa con método y como materialista. En esta sopa intelectual que nos sirven un poco recalentada, no es poca cosa. 


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