Cultura

6/7/2017|1465

“Parias”: la desolación de Antón Chéjov

La decadencia de la Rusia imperial se trastoca en la de la Argentina de hoy.


Antón Chéjov (1860-1904) llamó “Los sin padres” u “Orfandad” a su primer texto teatral, escrito entre 1878 y 1880, cuando tenía 18 años de edad. Más tarde, un sello editorial le cambió el título por “Platónov”. Rechazado por el teatro Maly, de Moscú, el original se perdió hasta que fue hallado en la caja fuerte de un banco moscovita en 1921, casi dos décadas después de la muerte del autor. Se trata, seguramente, de la obra menos representada del gran dramaturgo ruso (aunque nació en Badenweiller, en el entonces imperio alemán). Recién en 2009 se conoció una versión castellana, cuando el español Gerardo Vera, escenógrafo, director y actor de cine y teatro, la puso en escena en la sala María Guerrero, de Madrid.


 


Ahora, con el nombre “Parias”, una puesta acotada (dos horas) sube al escenario de la sala Casacuberta del Teatro General San Martín, dirigida por Guillermo Cacace con guión del propio Cacace y de Juan Ignacio Fernández. “En esta pieza, Chéjov mata a Shakespeare -dice el director-, pero muestra la sangre en el cuchillo”. De algún modo, indispensablemente, Cacace mata también, de un modo extraño, al mismo Chéjov, quizás en cumplimiento de aquella consigna de Antonin Artaud: “Matar a los clásicos” (“La voz de Sófocles suena potente en ‘Edipo rey’, pero demasiado suavemente en nuestra época”, explicaba el dramaturgo francés, y por eso la obra necesitaba ser recreada). Así, los personajes tenebrosos que desfilan en “Parias”, los de la decadencia de la Rusia prerrevolucionaria, visten ropa Adidas y de algún modo se “argentinizan” en una puesta tan extraña como casi toda la obra de Chéjov. Así, la decadencia de aquella Rusia imperial es de alguna manera la de la Argentina de hoy. 


 


Cacace lo dice: “'Los parias’ intenta una territorialización ruso-argentina para esa orfandad más grande que habita nuestros días.


 


Orfandad preciosa pues mata las certezas. Orfandad temible porque nos aferra a una contingencia algunas veces inescrupulosa ya que no sabemos cómo andar sin padre ni madre. Orfandad en tensión…”


 


El personaje central, Mijaíl Platónov (lo interpreta un impecable y potentísimo Marcelo Subiotto), es un maestro rural de provincias, un hombre descreído de la vida, roto en pedazos como la sociedad en la cual deambula con su propia crueldad, una crueldad insegura que, como esa pequeña locomotora errante que marcha sin rumbo por el escenario, va al desastre, hacia el no-lugar, hacia la nada porque nada tiene salida. Platónov es una tragedia que arrastra a quienes lo rodean. Todos se van, la mujer de Platónov al suicidio y los demás a ninguna parte. El inescrupuloso Platónov no puede entenderse a sí mismo ni a los demás. El amor es un absurdo, una bobería trágica, y sólo el vodka ofrece algún refugio.


 


Podrá aducirse que la obra de Chéjov -ni “Platónov”, o “Parias” en la versión de Cacace- no ofrece salida alguna. En efecto así es, y tampoco se lo propone: “El papel de artista es hacer preguntas, no responderlas”, decía el dramaturgo. Y las preguntas sobre un régimen político y social en decadencia definitiva quedan formuladas en este caso de manera brutal.


 


Cacace pone en escena trece actores (un elenco de primerísima línea) y tres músicos de excelencia (Francisco Casares, Elena Liuni y Patricia Casares, autora, además, del diseño sonoro y de la música original). Las plateas son parte del escenario y, como en toda la obra posterior de Chéjov, la palabra no dicha, la acción que se sugiere o se imagina, suele tener mayor importancia que lo efectivamente sucedido. Cacace elige, además, una forma riesgosa de narrar, con un espacio escénico despojado en el que sólo hay unos pocos objetos y las bambalinas están al descubierto, de modo que el público puede ver a los actores aún cuando se encuentran fuera de la escena. Resulta lógico: Chéjov es él mismo un enorme riesgo. Y por cierto lo asumió: después de todo, por ejemplo, conoció el gran fracaso por el rechazo del público a su obra “La gaviota” en 1896, en San Petersburgo, y un enorme éxito con esa misma pieza dos años después, cuando la puso en escena, en Moscú, Konstatin Stanislavski, quien más tarde dirigiría otros tres clásicos chejovianos: “Tío Vania”, “Las tres hermanas” y “El jardín de los cerezos”.


 


Chéjov era médico (“la medicina es mi esposa legal, la literatura sólo mi amante”, solía decir) y murió a los 44 años por la tuberculosis que tempranamente le contagiaron sus pacientes. Y si Artaud es considerado el padre del teatro moderno, Chéjov es, si se quiere, su fundador; él es el primero en acudir a la “acción indirecta”, que insiste en los detalles, en la interacción entre los personajes antes que en la acción directa y la línea argumental. Y Cacace hace uso eficaz del lenguaje corporal de sus actores y de lo que él llama, irónicamente, “realismo ebrio” para desarrollar una puesta en la que adquieren mayor relevancia acontecimientos que ocurren fuera de la escena que dentro de ella. La clave suele estar en lo que no se dice, en lo implícito.


 


Y, si según Chéjov la función del artista es presentar preguntas, Cacace se hace la siguiente: “¿Dios, el gran padre, ha muerto? Tal vez no. Tal vez sea una expresión de deseo. Una intermitencia. Tal vez lo demoramos en estado vegetativo en algún hospital sin presupuesto. Y mientras él agoniza alguien toma su máscara y la usa para organizar el carnaval perverso que manipula miles de destinos”.


 


La respuesta o las respuestas, claro está, quedan a cargo del espectador.


 


Teatro San Martín, Sala Casacuberta. Miércoles a sábados, 20 horas.


 


Domingos, 19:30 horas. Entrada: 190 pesos.