Cultura

24/6/2010|1134

Saramago

Murió José Saramago, Nobel de Literatura 1998. Decir eso es decir poco. A su obra literaria corresponde sumar su cada vez más lúcida denuncia del derrumbe capitalista, de la farsa de los gobiernos socialdemócratas, de la cobardía de la izquierda, del sionismo, de la Iglesia.

Verdad es que muchas veces apoyó las versiones “progresistas” de lo que criticaba, rémora de su formación en el Partido Comunista. Pero sin olvidar estas contradicciones, Saramago mantuvo una incondicional defensa de los oprimidos. “Frente a la injusticia hay que perder la paciencia”, exigía. La perdió, y llamó insistentemente a perderla. En Lisboa, miles de personas lo despidieron con una lluvia interminable de claveles rojos.

Nieto de un campesino analfabeto, Saramago fue obrero metalúrgico y después periodista; el reconocimiento a su obra literaria llegó en la madurez. En los ’60 se afilió al Partido Comunista. Combatió la dictadura de Salazar, participó de la revolución de los claveles –“de la que no quedó nada”– y se definió como un “comunista hormonal” que, interpreto, quería decir sin retorno. Esa lealtad no le ahorró roces con el PCP, pese a los melosos panegíricos post mortem de Alvaro Cunhal. En 1980 firmó una carta reclamando “mayor democracia interna” en el partido y diez años después renunció a la presidencia de la Asamblea Municipal del Ayuntamiento de Lisboa “cansado” de las críticas “contra las voces disidentes” de la dirección del PCP (El País, 19/6).

Defensor acérrimo de la revolución cubana, en 2003 –en nombre del “irrenunciable derecho a disentir”– repudió la condena de 75 disidentes y la ejecución de tres de ellos, que habían robado una lancha. “No se entiende que si hubo conspiración no haya sido expulsado ya el encargado de la Oficina de Intereses de Estados Unidos en La Habana”, dijo, y agregó: “Cuba no ha ganado ninguna heroica batalla fusilando a esos tres hombres, pero sí ha perdido mi confianza (…). Hasta aquí he llegado”. Que la ruptura no era con la revolución sino con su gobierno, lo aclaró infinidad de veces.

En 2002, en Cisjordania, dijo: “lo que sucede en Palestina es un crimen comparable con Auschwitz”, que el pueblo israelí y su ejército “se habían convertido en rentistas del Holocausto” y que “los judíos que han sido sacrificados en las cámaras de gas quizás se avergonzarían de sus descendientes”. Sus declaraciones dieron vuelta al mundo, el sionismo lo acusó de antisemita y retiró sus libros de las librerías israelíes. El siguió levantando la voz en defensa de Gaza y repudiando la complicidad de la ONU. Antes de que asumiera Obama, la voz solitaria del portugués volvió al ataque: “No es el mejor augurio que el futuro presidente de Estados Unidos repita una y otra vez, sin que le tiemble la voz, que mantendrá con Israel la ‘relación especial’ que une a los dos países (…). Si no le repugna tomar su té con verdugos y criminales de guerra, buen provecho le haga, pero que no cuente con la aprobación de la gente honesta” (2009).

Saramago arruinó muchas veces las ceremonias de los poderosos. En 2006, invitado por el gobierno español a la recepción oficial de Michelle Bachelet –cuya candidatura había apoyado–, le pidió en su discurso “una mirada hacia los Mapuches (…) atacados por las multinacionales que vienen a quitarles sus tierras para construir industrias (…) a los que les aplican las leyes antiterroristas de la dictadura pinochetista”. Y, ante la cara demudada de Bachelet, siguió con ironía demoledora: “Yo le pido que lo que le voy a decir no se lo diga a ninguna autoridad, pero hace un tiempo fui a Chile y mantuve una reunión clandestina con una comunidad de Mapuches, y cuando salí de Chile, me enteré que esos Mapuches habían sido detenidos y estaban en la cárcel…”. No fue el único viaje en el que el Nobel se reunió,  clandestinamente, con perseguidos.

La impaciencia de Saramago alcanzó a la izquierda, a la que criticó amargamente por renunciar a la lucha por el socialismo: “La izquierda no tiene la más puta idea del mundo en que vive. Ni piensa, ni actúa, ni arriesga una pizca y queda patente su cobardía en su impavidez ante una burla cancerígena como la de las hipotecas en los Estados Unidos” (2007). “Ya no hay gobiernos socialistas, aunque se llamen así los partidos que están en el poder”, declaró después, y convocó a “perder la paciencia ahora que la izquierda había dejado de ser izquierda. Es hora de aullar.

Enemigo jurado de la Iglesia católica, el obituario del L’Osservatore Romano lo llama “ideólogo antirreligioso, un hombre y un intelectual que no admitía ninguna metafísica, encerrado hasta el final en su confianza profunda del materialismo histórico, a saber el marxismo”. Es justo: toda la obra de Saramago –desde el Evangelio según Jesucristo (1991) hasta su último libro, Caín (2009)– impugna al Vaticano y a la religión: “Los señores cardenales y los señores obispos, incluyendo obviamente al papa que los gobierna, no están nada tranquilos. Pese a vivir como parásitos de la sociedad civil, las cuentas no les salen.

Ante el lento aunque implacable hundimiento de este Titanic que es la iglesia católica, el papa y sus acólitos, nostálgicos del tiempo en que imperaban, en criminal complicidad, el trono y el altar, recurren ahora a todos los medios para inmiscuirse en la gobernación de los países”.

Dijo hace poco: “Espero morir como he vivido, respetándome a mí mismo y sin perder la idea de que el mundo debe ser otro y no esta cosa infame”. Así fue. “Até amanhá camarada”.