Educación

15/4/2020

¿Los docentes podemos evaluar en este contexto?

Las medidas tomadas por el gobierno nacional en relación a la educación, al suspender las clases presenciales en todos los niveles, pusieron de manifiesto, una vez más, los límites de la educación a distancia. Tras un mes de incertidumbre e improvisación, el ministro de Educación Trotta continúa depositando la responsabilidad del éxito (y el fracaso) de esta modalidad en “los actores involucrados”, ejerciendo mayor presión sobre lxs trabajadorxs docentes, lxs estudiantes y las familias. Nuevamente se elude la responsabilidad de un Estado que desfinancia la educación pública y orienta sus recursos en seguir pagando la deuda.


La educación “virtual” también presenta una innumerable cantidad de incertidumbres. Desde la inestabilidad laboral que genera a muchxs compañerxs docentes, como la pérdida de su puesto de trabajo en escuelas privadas y la imposibilidad de tomar cargos en actos públicos; o generando una situación de flexibilización y precariedad absoluta, cuando se presiona a lxs docentes para aumentar los ritmos de trabajo o cuando la virtualidad está completamente basada en los recursos tecnológicos que aportan lxs propixs docentes. A esto hay que sumar todas las dificultades que tienen lxs estudiantes para poder conectarse y poder cumplir con las tareas enviadas.


En este contexto, se suma la exigencia y la presión de la mayoría de las instituciones educativas por evaluar. Exigencia y presión que recae nuevamente en lxs trabajadorxs docentes, lxs estudiantes y las familias. La prolongación de la cuarentena, y el silencio por parte de las autoridades nacionales sobre el tema, aumenta la presión para la acreditación, incluso aún en el marco de la profunda desigualdad que agudiza esta modalidad. Solo basta volver sobre el informe recientemente publicado por la Unesco, donde manifiesta que solo el 45% de los hogares en América Latina cuenta con conexión a internet.


Pensar en la evaluación para pensar en la educación


La evaluación puede pensarse de distintas maneras. En cualquiera de ellas, lo que se pone en juego es una manera particular de pensar la educación: función, objetivos, etc. En este sentido, se entiende a la educación como un campo semántico donde distintos actores disputan el sentido. La clausura de ese sentido permite establecer criterios para pensar en aquellas funciones y objetivos que traza la educación en un momento determinado. La evaluación, entendida como forma de evaluar resultados, ha sido en los últimos veinte años, un elemento central en las políticas públicas de los distintos gobiernos que se sucedieron a lo largo y ancho de la región, ya que la calidad “evaluada” en cada país ha tenido un impacto crucial en la distribución de los recursos económicos.


Es de público conocimiento que existen compañías globales que escogen dónde hacer inversiones según su percepción de la calidad de la fuerza de trabajo, que para ellos está vinculada directamente con la “calidad” educativa que arrojan los resultados de evaluaciones estandarizadas. En este sentido, distintas políticas han tendido a pensar a la evaluación desde una forma reduccionista, descontextualizada, tecnocrática y economicista, despolitizando las prácticas educativas. Al respecto, la modalidad a distancia permite un juego de encastre perfecto con los intereses del gobierno nacional y de la Ciudad de Buenos Aires que, lejos de priorizar el acceso a la educación, intentan avanzar con un modelo que legitime el Proyecto Secundaria 2030 y entienda inevitable la educación bajo esta modalidad. De esta manera, el Estado se vuelve cada vez menos responsable de garantizar las condiciones necesarias para que el derecho se vuelva efectivo. Como se dijo, la pandemia puso de manifiesto, una vez más, las innumerables dificultades estructurales que arrastra el sistema educativo, y agudizó la profunda desigualdad que se percibe cotidianamente. El silencio por parte de las autoridades nacionales respecto de la evaluación/acreditación próxima, vuelve a hacer responsables a docentes, estudiantes y familias, que ya agobiados por la creciente precarización de su nivel de vida, y flexibilización laboral, recibirán próximamente la presión y la exigencia de hacer frente a un escenario más parecido a un “sálvese quien pueda” que a cualquier tipo de evaluación. Desde este punto de vista, no podemos aceptar un sistema de evaluación que sea eliminatorio para ninguno de los estudiantes que en este contexto sólo puede tener un carácter punitivo y discriminatorio.


Una vez más, lo que se pone en juego es cómo pensamos a la educación. Planteada la coyuntura, la evaluación de ninguna manera puede ser un inmenso dispositivo de control que aspira a imponer una perspectiva educativa que nos aleja del reconocimiento de la educación como un derecho, y nos aproxima a su interpretación como un bien de consumo: una perspectiva que multiplica las desigualdades existentes, las cristaliza y pretende explicarlas desde un marco aparentemente neutral y científico.