Historia

8/1/2019

Videla y la Triple A se asomaron con el masacrador Hipólito Yrigoyen

A 100 años de la Semana Trágica.

Alguien dijo que si los anarquistas de fines del siglo XIX y comienzos del XX no hubiesen existido “habría que haberlos inventado”, por el papel que jugaron en la organización del movimiento obrero e incluso por sus posiciones políticas, próximas a la dictadura del proletariado. 


Se enteraron de eso los hermanos Vasena, copropietarios de la Argentine Iron & Steel Manufactury formerly Pedro Vasena e Hijos. Ése era su nombre desde 1912, cuando se asociaron con capitales ingleses. Antes, allá por 1870, el italiano Pedro Vasena había invertido sus capitales hasta convertir su industria en la siderúrgica más importante del país. Muerto en 1916, la fábrica quedó en manos de sus tres hijos y de los ingleses de quienes se había hecho socio. Su predio principal estaba donde hoy se encuentra la plaza Martín Fierro, en San Cristóbal, y entonces se ingresaba por Cochabamba 3075. Tenía también galpones en Nueva Pompeya y empleaba un total de 2.500 obreros, que incluían unas 100 trabajadoras de un lavadero de lana.


Al comienzo del sindicalismo argentino predominaban socialistas y anarquistas. Ambos entraron en crisis en la primera década de 1910. Los primeros porque progresivamente abandonaban la movilización sindical, la acción directa, por la “batalla política” -como llamaban al parlamentarismo considerado por ellos una “forma superior” de lucha. Los anarquistas, por su parte, exigían que cada lucha obrera se manifestara por el “comunismo anárquico”, del cual, por otra parte, no lograban explicar qué era exactamente.


En 1906 llegó desde Europa el llamado “sindicalismo revolucionario”, un desprendimiento del socialismo que enseguida tomó una fuerza inusitada en la Argentina. Al terminar la década de 1910 los “sindicalistas” (como se los llamó finalmente) ya tenían mayoría en el movimiento sindical. Los anarquistas, agrupados en la FORA (Federación Obrera de la Región Argentina), se manifestaron por el “comunismo anárquico” en su V Congreso, pero en el IX perdieron la mayoría a manos de los sindicalistas. Así, ese movimiento quedó dividido en FORA V Congreso (anarquista) y FORA IX Congreso (sindicalista), mientras los socialistas también perdían la conducción de su central, la UGT, a manos de los sindicalistas.


Tal era, más o menos, el panorama del movimiento obrero argentino cuando se produjo la masacre de Vasena.


En esa siderúrgica se trabajaba en ambientes cerrados, sin ventilación, con temperaturas agobiantes y salarios paupérrimos. La patronal era rabiosamente antisindical y contraria a cualquier negociación colectiva. En ese punto, se debe tener en cuenta que Hipólito Yrigoyen, ganador en 1916 de las primeras elecciones con voto libre y secreto -la libertad de sufragio no incluía a las mujeres, que tenían vedado votar, ni al 70 por ciento de los obreros porque eran de origen extranjero-, fue también el primero que intentó instalar alguna forma de arbitraje en los conflictos gremiales y en más de una ocasión laudó en favor de los trabajadores, cosa que provocó furias en la burguesía, la Sociedad Rural y la embajada británica. Vasena mostraría con un baño de sangre hasta dónde llegaba la “conciliación” yrigoyenista.


En diciembre de 1918 los trabajadores presentaron un pliego de reivindicaciones. A esa altura, las claudicaciones continuas de socialistas y sindicalistas habían hecho fuerte al recién fundado Sindicato de Resistencia Metalúrgica Unida (SRMU), cuyo secretario general, el anarquista Juan Zepetini, cumpliría un papel de primera línea en aquellos días. La empresa no quiso recibir a la delegación obrera y se negó incluso a recibir el petitorio.



La huelga estalló al día siguiente.


La patronal, desde el primer momento, manifestó su voluntad de acudir a la violencia directa, física. Organizó rompehuelgas respaldados por civiles armados de la Asociación Nacional del Trabajo (ANT), un grupo de choque creado y financiado por el presidente de la Sociedad Rural, Joaquín de Anchorena. Entretanto, los trabajadores constituían piquetes para impedir la salida de la producción. Desde el primer momento se hizo manifiesta la solidaridad de vecinos y comerciantes, y las asambleas conjuntas hicieron que algunos hablaran de “soviets”.


A todo esto, el gobierno autorizaba explícitamente a la empresa a armar a los rompehuelgas.


El 18 de diciembre, Emilio Vasena en persona integró uno de esos grupos de choque e hirió a un vecino ajeno a la revuelta.

La policía no intervino, aunque ya había varios heridos y algún muerto, hasta el 3 de enero, cuando atacó a balazos el local de la SRMU, en Amancio Alcorta y Pepirí. Los trabajadores, para defenderse, organizaron piquetes y rompieron los caños de agua para inundar la calle, con la ayuda de los vecinos. La policía debió retirarse. Hubo tres vecinos heridos.


Pero, en verdad, la Semana Trágica propiamente dicha comenzó el 7 de enero -hace exactamente un siglo- cuando, a las 15.30, un centenar de policías y una cincuentena de bomberos atacaron nuevamente el local de la SRMU con fusiles Máuser y carabinas Winchester. Hubo entonces cinco muertos y 30 heridos. El diputado socialista Mario Bravo en el Congreso, cronistas de los diarios La Vanguardia y Mundo Argentino, y de la revista Caras y Caretas, denunciaron la magnitud del ataque. El gobierno, otra vez, intentó conciliar: ordenó al ministro del Interior, Ramón Gómez, y al Departamento de Trabajo que negociaran con los Vasena para lograr alguna concesión.

Pareció que la huelga terminaba, pero lo peor no hacía más que comenzar. La empresa aceptó aumentar los salarios un 12 por ciento, bajar la jornada de trabajo de 10 a 9 horas de lunes a sábado, readmitir a todos los huelguistas y dar franco el 8 de enero para evitar incidentes.


El acuerdo fracasó porque la huelga tomaba características políticas y superaba sus objetivos iniciales. Los velatorios de las víctimas de la represión se convirtieron en manifestaciones multitudinarias, y eran compactas las columnas en los locales anarquistas, sindicalistas y socialistas. Los comerciantes cerraron por duelo y, sobre todo, la poderosa Federación Obrera Marítima (FORA IX Congreso), aun en contra de su conducción declaraba la huelga por falta de respuesta a sus demandas. Al día siguiente el conflicto era general y se extendía al interior del país. El acuerdo podía darse por caído.


Adhirieron a la huelga los obreros del calzado, la construcción, los choferes, los constructores navales y los trabajadores del tabaco. Y, lo más importante, quedaron paralizados todos los puertos del país y, con ello, el comercio exterior. La situación era de huelga general y algo más, impedida sólo por las burocracias socialista y sindicalista, y la confusión de los anarquistas. El Partido Socialista se limitó a pedir en el parlamento una ley de asociaciones sindicales, que sólo sería aprobada en 1943 por el gobierno militar para intervenir y regimentar a las centrales obreras.


El 9 de enero Buenos Aires estaba paralizada, salvo por los trenes que traían multitudes a los cortejos. Entretanto proliferaban las barricadas, el corte de cables de los tranvías, las recorridas por las fábricas. No había subtes ni diarios.


A partir del 11 de enero la ANT convoca a constituir “milicias civiles patrióticas” contra los obreros (los “gringos”), los inmigrantes en general y sobre todo contra los judíos. En ese punto se movía activamente el abogado y miembro del directorio de Vasena, Leopoldo Melo, ministro de Yrigoyen y legislador radical. Mientras tanto, Anchorena y el embajador inglés, Reginald Taver, exigían “medidas enérgicas”. Vasena seguía paralizada, rodeada por barricadas obreras que la cercaban por completo. Yrigoyen nombró ministro del Interior a Elpidio González, bajo cuyo mando la ANT se transformó en Liga Patriótica Argentina, antecedente directo de la Triple A peronista. Yrigoyen también le ordenó mantenerse listo al general Luis Dellepiane, radical, amigo del presidente, insurrecto en el levantamiento armado de 1905 y ahora jefe de la II División de Ejército de Campo de Mayo


A las 2 de la tarde de ese 11 de enero los cortejos eran multitudinarios. Semejantes manifestaciones no se pueden reprimir a menos que se acuda a la masacre lisa y llana, a métodos de guerra civil. Eso hizo Yrigoyen para servir a los industriales, a la Sociedad Rural y a Su Graciosa Majestad. Los anarquistas habían dispuesto un cordón de unos 150 hombres armados delante de la columna, pero en Corrientes y Yatay, después de verse desorganizados por francotiradores, fueron atacados por soldados. Ya se habían producido fuertes combates al pasar por la fábrica. Ahora sí, los muertos se contaban por centenares.


Sin embargo, casi un millar de obreros logró abrirse paso hasta el cementerio de la Chacarita, pero los esperaban efectivos policiales y un regimiento de infantería al mando del capitán Luis Cafferata, enviado por orden directa de Yrigoyen. La descarga fue a mansalva y dejó un tendal de muertos y heridos. A media tarde Yrigoyen nombró a Dellepiane comandante militar de la ciudad, Eque quedó ocupada por fuerzas del Ejército. A esas tropas se añadirían 2 mil marinos.


A eso de las 6 de la tarde Dellepiane instaló dos baterías de ametralladoras pesadas para proteger la entrada de Vasena en la calle Cochabamba. Hizo fuego continuo durante una hora contra lo que se moviera. Nunca se hizo registro de los muertos, pero fue una matanza.


Al día siguiente, el diario británico Herald, publicado en la Argentina, tituló: “Buenos Aires tuvo ayer su primera prueba de bolchevismo”. El diario La Prensa dijo en su editorial: “Si hay barricadas de sediciosos, se deben formar barricadas de argentinos”.

Desde el Batallón de Arsenales, el joven teniente Juan Domingo Perón proveía armas y municiones a los masacradores. (1)

Por cierto hacían falta esas vituallas, porque Dellepiane ordenaba “hacer fuego sin previo aviso” y “no desperdiciar municiones con tiros al aire”.


Llegó entonces la que se llamó “noche de terror blanco”. La Liga Patriótica hizo un pogromo atroz (el único registrado en la historia argentina, salvo atentados) contra la comunidad judía: ocupó el barrio del Once, violó niñas, quemó libros y bienes, asesinó. Quedaron pintadas que decían “muerte a los judíos” y “muerte a los bolches”.


Dellepiane aseguró que daría un escarmiento “que se recordará 50 años”. Se equivocó. Pasó un siglo y los crímenes de aquel milico radical aún se recuerdan, como los de su compinche Benigno Varela en la Patagonia, también bajo gobierno de Yrigoyen.


El Presidente convocó a su despacho a los Vasena y a Sebastián Marotta, jefe de la FORA IX Congreso, para levantar la huelga. Marotta firmó rápidamente y ordenó “el inmediato regreso al trabajo”. Como se ve, no fue el peronismo el inventor de la burocracia sindical.

No hubo caso: su llamado fue desoído. Las huelgas continuaron y, es más, se extendieron a Rosario, Mar del Plata, Tucumán, Mendoza, Córdoba y los centros industriales de San Fernando y San Pedro, incluso por regionales de la FORA que desconocían a su dirección nacional.


En Buenos Aires había miles de detenidos, Vasena desapareció y el acuerdo, por supuesto, no se cumplió. El gobierno lo justificó con la denuncia de que se estaba formando un “soviet ruso-judío”. Entretanto, seguían los pogromos.

Seguían, también, las condiciones, ya difíciles, para recomponer un movimiento histórico. 


La huelga general ahogada en sangre durante la Semana Trágica acusó el impacto de la onda expansiva de la Revolución de Octubre, junto con la Reforma Universitaria y la fundación del Partido Comunista Argentino, ocurridos un año antes, entre otros hechos políticos que expresaron una nueva subjetividad entre los trabajadores y la juventud intelectual. La Semana Trágica fue también el canto del cisne del movimiento anarquista, asociado por siempre al nacimiento de la organización obrera, cuya influencia comenzaría a declinar tras las sangrientas derrotas de la Semana Trágica y de la Patagonia Rebelde (1920-1921), hasta prácticamente extinguirse hacia finales de la década del 20.


La naciente democracia argentina, asociada al sufragio universal y el voto popular, tendría su bautismo de fuego masacrando obreros.



Notas

(1) Silva, Horacio; “Días rojos, amarres negros”, Anarres, 1962. Esa versión es confirmada por Milcíades Peña y Tomás Eloy Martínez.