Agresión criminal con puro olor a petróleo

¿Es verdad que el ataque de Estados Unidos contra Afganistán y Sudán responde al objetivo de represaliar al llamado”terrorismo internacional”?


El gobierno Clinton no aportó hasta ahora más que ‘sospechas’ e ‘indicios’ para justificar la acción criminal. De hecho, los elementos recogidos entre los escombros de las embajadas de Tanzania y Kenia son del mismo tipo que los utilizados en el atentado contra la sede del FBI en Oklahoma hace dos años. Si se tiene en cuenta la virulencia de los grupos fascistas norteamericanos y el patrón de conducta que vienen siguiendo organizaciones similares, como las de la derecha sionista, es algo más que probable que esos atentados tengan un origen interno que el gobierno norteamericano prefiera disimular. No hay que olvidar que el acusado saudita, Osama Bin Laden, que opera desde Afganistán, ha desmentido su responsabilidad en los atentados.


La represalia criminal del gobierno yanqui tiene que ver, en realidad, con factores completamente distintos a los alegados. Existe desde hace varios años una crisis política muy seria dentro de la familia reinante de Arabia Saudita, que en gran parte está vinculada a la ocupación militar del país por parte de Estados Unidos luego de la llamada guerra del Golfo de 1991. Osama Bin Laden pertenece al grupo que reclama el retiro de las tropas yanquis, un planteo que está vinculado a la necesidad de independizar relativamente al país en momentos en que el nivel de la deuda externa y la caída de los precios del petróleo, amenazan con provocar la bancarrota de la economía saudita. Por otro lado, la política norteamericana en la región se encuentra en ruinas, tal como lo demuestran los avances realizados por el gobierno de Clinton para llegar a una acuerdo con Saddam Hussein. Es claro que un éxito en esta maniobra desubicaría a Arabia Saudita en su calidad de adversaria principal de Irak.


Osama Bin Laden es una criatura de la CIA, que se valió de Pakistán y de Arabia Saudita para combatir la ocupación rusa de Afganistán entre 1980 y 1988. Es claro, entonces, que estamos ante una escisión al interior del bloque imperialista, que los yanquis quieren resolver sin importarle si para ello tienen que masacrar a pueblos completamente ajenos a este entrevero.


A este tenebroso cuadro se suma el hecho fundamental de que los yanquis están apoyando abiertamente a los llamados talibanes en la guerra civil afgana. Un diario tan insospechado de anti-norteamericanismo, como The Wall Street Journal, informó hace dos semanas (11/8) que “el reconocimiento internacional de los talibanes es la llave para el financiamiento de los ductos de gas y petróleo de Turkmenistán a Pakistán. Unocal, de California, es propietaria de la mayor parte del consorcio que negocia los proyectos para construir el trazado de 790 millas” .


El ataque contra el campamento del saudita apunta a eliminar una contradicción que afecta la dominación yanqui de Afganistán. Cuando algunos esperaban falsamente que Clinton rompería con los talibanes por proteger a Osama (por ejemplo, en el International Herald Tribune del 18/8), ocurrió lo más ‘razonable’: el saudita “prometió a los talibanes que se abstendrá de actividades militares o políticas contra otros países, mientras permanezca en Afganistán”, agregando incluso “que no puede haber dos gobiernos diferentes y paralelos en Afganistán”(Clarín, 25/8).


La conclusión es entonces cristalina: el bombardeo yanqui ha servido para consolidar el dominio norteamericano en su disputa con Rusia e Irán con relación al trazado que debe recorrer el flujo de petróleo y gas que comienzan a explotarse alrededor del mar Caspio. Detrás de las consignas humanitarias contra el terrorismo se esconde simplemente una estrategia de dominación económica y política que tendrá inmensas consecuencias sobre todas las ex repúblicas soviéticas, el golfo Pérsico y los Balcanes (por intermedio de Turquía).


Con la excepción explicable de Rusia y de Irán, el resto de la ‘comunidad internacional’ justificó los actos criminales del perturbado Clinton como un acto de “autodefensa”. Apenas tres semanas antes, esta misma‘comunidad’, con la sintomática excepción de Estados Unidos e Israel, había aprobado la formación de una Corte Internacional para juzgar este terrorismo de estado internacional. Al final, Clinton tuvo toda la razón para negarse a firmarlo porque, en palabras del senador de ultraderecha, Jesse Helms, podía limitar la “capacidad de agresión” del imperialismo yanqui.