GOLFO DE MÉXICO

Desastre ecológico, bancarrota capitalista y crisis política

El gigantesco desastre provocado por la British Petroleum en el Golfo de México puede llevarse puesto a uno de los mayores pulpos de la industria petrolera mundial y se ha transformado en una factor de crisis política al interior de los Estados Unidos y de encontronazos con el gobierno inglés. Y es sólo el principio.

Están a punto de completarse dos meses desde el estallido de la plataforma marina Deepwater Horizon, que se cobró la vida de once trabajadores. El petróleo sigue manando desde el lecho del mar, a 1.500 metros de profundidad, en lo que se considera la mayor catástrofe ambiental en la historia de los Estados Unidos. Su alcance es, sin embargo, imposible de evaluar, porque han fracasado una y otra vez los intentos por detener el derrame. La mancha de petróleo ocupa ya una superficie superior a la de la provincia de Tucumán, pero no se conoce la dimensión que puede alcanzar el petróleo que se encuentra por debajo de la superficie. Afecta ya las costas de cuatro estados norteamericanos y un ecosistema considerado único en el planeta. La industria turística y pesquera de la región han sufrido un golpe devastador.

En la medida en que el desastre se extendía, fueron saltando los intentos por ocultar la responsabilidad de la British Petroleum y de los organismos oficiales yanquis en el asunto. La plataforma siguió operando cuando los alertas de una eventual explosión eran ya muy claros. No existía preparación para contingencias de esta naturaleza, ni tecnología adecuada para enfrentar accidentes de este tipo. Todo esto era conocido por las agencias gubernamentales que, sin embargo, autorizaron el funcionamiento del proyecto de extracción del combustible.

Luego del estallido de la plataforma, se buscó ocultar información sobre sus consecuencias y magnitud. Pensaban que si se lograba taponar el agujero del que brota incontenible el petróleo, quedarían obturadas también las revelaciones sobre el carácter criminal del negocio.

Frente a una situación que se escapaba de las manos, el gobierno de Obama comenzó a apuntar sus cañones contra la BP, para despegarse de lo que la propia prensa yanqui comenzó a llamar el Katrina de Obama (por el huracán que destrozó New Orleans en el último tramo de la gestión Bush). La semana pasada, el secretario de comercio yanqui planteó que la empresa debía hacerse cargo de los salarios de los petroleros que se quedaron sin trabajo, abriendo la puerta para una catarata de demandas millonarias por las cuales podrían colarse todos los afectados.

Algunas consultoras estimaron que esas demandas podrían alcanzar varias decenas de miles de millones de dólares, lo que sería sinónimo de bancarrota.

La BP es la octava corporación capitalista mundial y la tercera en el rubro de la explotación del petróleo y gas, después de Exxon Mobil y la Royal Dutch Shell, con negocios en todo el planeta y más de 100.000 empleados. Sus acciones se fueron desplomando con la misma velocidad con la que brotaba el crudo del fondo del mar. Cayeron un 40% en estos dos meses, con una pérdida superior a los 70.000 millones de dólares. La caída se transformó en desbarranque cuando del temor inicial de los “inversores” por la fuerte caída de la rentabilidad se pasó a dudar acerca de la posibilidad de “supervivencia” de la empresa. Entre los buitres del gran capital comenzó a evaluarse las posibilidades de una “compra hostil”. Otros gigantes del negocio petrolero comenzaron a emitir comunicados, defendiendo la “limpieza” de sus tecnologías de explotación, una prueba de que la guerra sucia entre los pulpos estaba en marcha. La Chevron, segunda petrolera yanqui, lanzó una enérgica defensa de su derecho a seguir perforando pozos en el Golfo de México con métodos más seguros, imputando a la BP por un “desastre que pudo haber sido prevenido”. El “frente unido” de la industria quedó definitivamente quebrado.

La eventual caída de la BP sólo es comparable a la de Lehman Brothers, en el apogeo de la crisis de 2008, o al derrumbe de los gigantes de la industria automovilística yanqui. La BP representa el 12 por ciento de todos los beneficios reportados por compañías británicas. BP es una “cuestión de Estado” y por eso el flamante ministro conservador inglés David Cameron, quien asumió un mes atrás prometiendo reforzar la “relación especial” con los Estados Unidos, ha tenido que salir ahora a defender a “su” empresa de lo que considera un acoso por parte del gobierno de Obama.

Todo indica que BP no podrá sustraerse de un salvataje estatal si se pretende sacarla de la bancarrota y evitar un nuevo “Lehman Brothers”. El derrumbe involucraría, por otra parte, a los bancos acreedores del monopolio, y fondos norteamericanos que retendrían hasta un 40% del paquete accionario según los analistas del mercado financiero. Los costos de la cuestión están en el centro de las disputas entre los yanquis y los ingleses, en el cuadro del agravamiento de la crisis europea y del “ajuste” emprendido por Inglaterra. Además, el desastre en el Golfo se ha transformado en un tema de la campaña electoral para las parlamentarias de noviembre en Estados Unidos. Los republicanos acusan al gobierno de afectar a toda la industria petrolera cuando apunta contra la British. Obama, a su turno, tiene que dar cuenta de una presión creciente de la opinión pública para levantar su cotización electoral, que se encuentra en caída. El petróleo no ha dejado de salir y la catástrofe del Golfo de México ya se ha transformado en un factor con peso propio en la crisis económica y política mundial. Crisis que, además, explica el desastre, porque bajo la presión de la bancarrota capitalista, el esfuerzo de los pulpos para sostener sus beneficios lleva a la aplicación de tecnologías avanzadas carentes de los controles imprescindibles.