El golpe yanqui

La disolución del parlamento ruso, la asunción de poderes de excepción por parte de Boris Yeltsin y el inmediato “contragolpe parlamentario” que nombró en su lugar al vice Rutskoi, implican un violento estallido del régimen político instaurado en Rusia después del golpe de agosto de 1991 y de la disolución de la URSS.


Entonces, se adueñaron del poder los burócratas declaradamente partidarios de la restauración capitalista y se lanzaron con ahínco a la tarea de demoler todas las relaciones de propiedad heredadas del viejo “estado obrero”. Ese régimen político restauracionista se apoyaba en el “equilibrio” —extremadamente inestable y precario— de todas las camarillas burocráticas. La impasse de toda la situación política fue pintada acabadamente por los resultados del plebiscito celebrado en abril de este año: “el electorado votó en forma simultánea por el respaldo al presidente y a su política y por nuevas elecciones para presidente y para otra política… la resultante es que todo deberá quedar igual, con el mismo presidente, el mismo parlamento, la misma política económica y la misma impasse política… el electorado reprodujo la misma impasse que se produjo unas semanas atrás en el Congreso de Diputados, cuando fracasaron al mismo tiempo las mociones presentadas, una para destituir a Yeltsin, la otra para destituir a su rival, el presidente del parlamento” (Prensa Obrera, nº 389, 27/4).


Pero la violenta agudización de la crisis económica y social y, consecuentemente, la agudización de la lucha de las camarillas burocráticas por el poder, agotaron este “equilibrio”. Yeltsin tomó entonces la “iniciativa” y ordenó la disolución del parlamento. Pero no lo hizo por su fuerza sino acuciado por su propia debilidad. “La evidencia de los últimos meses —editorializaba el “Financial Times”’ exactamente un mes antes del golpe— muestra que Yeltsin es incapaz de hacer lo prometido. Ahora está suficientemente claro que el punto muerto político de Rusia no es simplemente una cuestión del presidente contra el parlamento, o de los ministros reformistas contra el banco central; hay una parálisis en el corazón del gabinete y del entorno presidencial. El gabinete está dividido y es incompetente, como fue evidenciado por el fiasco de la reforma monetaria el mes pasado; los reformistas que una vez, brevemente, parecían actuar como un gobierno dentro del gobierno están luchando entre ellos; y Yeltsin aparece sin poder, o no está dispuesto a inyectar una mayor coherencia en los asuntos del gobierno que actúa en su nombre”.


La prueba más palpable de la debilidad de Yeltsin es que, después de ordenar la disolución del parlamento, “se sometió a un llamativo silencio… se encerró en su residencia y no formuló ninguna declaración sobre la repercusión de su decisión” (Clarín, 22/9). ¿El ejército logrará, bajo el fragor de la crisis, destacar de su seno un “Bonaparte” que arbitre entre las fracciones en lucha, o se fraccionará como se ha fraccionado la burocracia? Hacia donde se incline el ejército, se inclinará la situación rusa.


El imperialismo ha salido a apoyar el golpe yeltsiniano porque, a pesar de su carácter manifiestamente antidemocrático, representaría —en las palabras de Clinton— la “legitimidad democrática”. Tanto se insiste en que la crisis rusa consiste en un enfrentamiento entre un presidente “electo” —que encarnaría la “alternativa democrática” y las “reformas de mercado”— y un parlamento del “período soviético” —representante del “comunismo” y los “conservadores” — que se oculta lo esencial: ambos polos de la crisis rusa representan a la vieja y repodrida burocracia stalinista, agrupada en diferentes tendencias y grupos restauracionistas. La disputa por el control del Estado no es otra cosa que una disputa por los despojos de la propiedad estatal. Las fuerzas en disputa son todas, sin excepción, totalitarias y decididamente pro-capitalistas.


El “presidente electo” y el “parlamento conservador” son astillas del mismo palo. No sólo son, absolutamente todos, stalinistas reciclados, sino que, además, fue este “parlamento comunista” el que llevó a Yeltsin al plano nacional al designarlo presidente en 1990, contra la oposición de Gorbachov y del PCUS. Más aún, fue el propio Yeltsin el que eligió a su ahora reemplazante Rutskoi como su vicepresidente y a Jasbulatov como presidente del Congreso. El trío estuvo unido contra los golpistas de agosto de 1991 y fue el “parlamento conservador” el que votó los “poderes de excepción” con que Yeltsin gobernó durante todo 1992. El violento enfrentamiento entre las camarillas parlamentarias y las camarillas del poder ejecutivo —hasta ayer nomás, cómplices en todas sus fechorías— revela con toda claridad que nos encontramos ante una escisión de la burocracia gobernante, que tiene como ejes la completa crisis de las privatizaciones, la catástrofe social y económica, la desintegración nacional y la “amenaza” —aunque sea sólo como un “telón de fondo” — del proletariado ruso.


Más ridícula aún es la pretensión, tanto del imperialismo norteamericano como de los burócratas rusos de todo pelaje, de determinar la “constitucionalidad” o la “anticonstitucionalidad” de las medidas de Yeltsin. Esto porque en Rusia no existe ningún orden constitucional sino un poder de facto de la burocracia, que ejerce ciegamente su poder contra las masas desarmadas. El carácter extraconstitucional de todos los burócratas que han ejercido el poder en Moscú se revela por el hecho de que todos, sin excepción, han gobernado apelando sin remedio a los poderes de excepción. No es la constitución lo que está en juego en Rusia sino el hundimiento del aparato burocrático.


El meneado “apoyo” del imperialismo a Yeltsin, sin embargo, no pasa de las declaraciones… pero la plata no aparece. “Funcionarios de la Casa Blanca (norteamericana) no dejaron de anotar que la resolución del presidente ruso se produjo inmediatamente después de que el FMI optó por demorar un crédito de 1.500 millones de dólares… El Banco Mundial también demoró un préstamo de 600 millones de dólares” (Página 12, 22/9).


Según lo que dejan saber los cables, ni el golpe de Yeltsin ni el “contragolpe” parlamentario despertaron la más mínima ilusión o movilización popular. Tanto Yeltsin como el parlamento agotaron hace tiempo su capital político, en particular el presidente, que gozó del apoyo activo de un importante sector de la clase obrera rusa, cegada por su demagogia antiburocrática y por la creencia de que sus planteos independientistas y autonomistas serían un sinónimo de autogestión obrera en las grandes empresas, yacimientos y minas. Pero estas ilusiones han desaparecido. Ya antes del referéndum de abril, los mineros amenazaron a Yeltsin con volver a ocupar las minas e ir a la huelga indefinida. Desde el referéndum, la situación de las masas ha empeorado todavía más.


Las masas rusas están aprendiendo, bajo los terribles golpes de la experiencia, que la restauración que promueven todas las fracciones burocráticas sin excepción es “un viaje de ida”. La miseria, el desempleo y la violenta degradación social de las masas ha ido de la mano de un saqueo sin precedentes de las riquezas nacionales por parte de las camarillas burocráticas y las maffias privatizadoras.


Ninguna de las fuerzas en lucha es mínimamente progresiva, ni los “demócratas” que gobiernan por decreto y con poderes de excepción ni los llamados “comunistas duros”, reciclados en un nacionalismo eslavo completamente reaccionario pero que, cuando pueden, invierten en algún negocio. Cualquier resolución de la presente crisis política, en los términos dictados por la lucha de estas camarillas burocráticas por apoderarse de los despojos del estado, reforzará todavía más —si esto fuera posible— la tendencia de la burocracia a la restauración capitalista.


Las masas rusas, sin embargo, no han dicho su última palabra.