La guerra y la paz en Colombia


El proceso de paz fue alentado en 2012 por el gobierno colombiano con la intención de resolver por otras vías un profundo conflicto que no había logrado dirimir en la arena militar. A la vez, esta pacificación del territorio era visualizada por la burguesía colombiana y el imperialismo como la oportunidad de desarrollar un ciclo de negocios en materia petrolera y minera, de biocombustibles y productos primarios, más aún al calor del boom de los commodities de aquel momento (Grobocopatel se anotó en la lista, algunos años después, con un proyecto para desarrollar 3 millones de hectáreas de soja, maíz y arroz en antiguas zonas de conflicto).


 


El acuerdo de La Habana entre Santos y las FARC, con un amplio soporte que fue desde Obama hasta el castrismo y el Vaticano, llevó el proceso de paz muchísimo más lejos que tentativas anteriores de diálogo y consiguió el desarme efectivo de la principal fuerza guerrillera (con la segunda, el Ejército de Liberación Nacional, hay conversaciones en curso y un cese bilateral del fuego hasta enero próximo).


 


Precariedad


 


Sin embargo, las bases del acuerdo con las FARC son estrechísimas. No van mucho más allá de asegurar a la guerrilla, reconvertida ahora en Fuerza Alternativa Revolucionaria del Común, algunos lugares en el Parlamento y el no encarcelamiento de los militantes.


 


Todos los problemas que caracterizan al conflicto colombiano, empezando por la decisiva cuestión de la tierra, siguen en pie. Casi la totalidad de los campesinos colombianos se encuentran en la pobreza o directamente en la indigencia. De acuerdo con un informe de la organización internacional Oxfam, en base a datos de 2014, el 81 por ciento de la tierra es manejada por el uno por ciento de las empresas agropecuarias (Telesur, 6/7). La acción criminal de las bandas paramilitares, al servicio del latifundio, provocó el despojo de más de 6 millones de hectáreas en los últimos veinte años. El acuerdo establece un banco de tierras de tres millones de hectáreas, que dista mucho, incluso en caso de concretarse, de una reforma agraria integral que cambie la naturaleza social del campo colombiano.


 


A su vez, no han sido desmantelados los grupos paramilitares y bandas criminales, que se apropian de los territorios abandonados por la guerrilla. Veintisiete activistas han sido asesinados desde el comienzo de la implementación del proceso de paz (incluyendo diez ex combatientes guerrilleros), en diciembre pasado, lo que despierta el fantasma de la masacre contra 1.500 militantes de la Unión Patriótica a fines de los ’80.


 


Este complejo escenario es el que hizo trastabillar intentos previos de resolver el conflicto, como los acuerdos de San Vicente del Caguán a fines de los ’90.


Incluso en el terreno de lo acordado hay problemas. En una declaración de su Consejo Político Nacional -15/9-, las Farc alertan sobre “el dramático estado de la implementación de los acuerdos”. Denuncian, por ejemplo, un boicot oficial a la reinserción de los guerrilleros como campesinos, reemplazándolo por subsidios individuales. Aseguran que “lo que está en curso es el propósito de desconocer los acuerdos de La Habana”. No parece probable, sin embargo, que las Farc desanden el camino emprendido.


 


El contexto regional que dio impulso al proceso de paz también ha variado, como lo demuestra la acentuación de la crisis en Venezuela, uno de los patrocinadores del diálogo. La descomposición social venezolana tiene un efecto desestabilizador directo al interior de Colombia.


 


El entusiasmo por el precio de las materias primas también cedió.


 


Todo este cambio de aire tuvo su expresión sintomática el año pasado, cuando el uribismo logró un triunfo del “No” en el plebiscito sobre los acuerdos con la guerrilla. Dicho resultado, a su vez, empujó aún más a las Farc a una política de colaboración con el gobierno de Santos en nombre de enfrentar el “mal mayor” uribista.


 


Conclusión


 


En resumen, la firma de los acuerdos con la guerrilla no cancela -ni podría cancelar- un profundo conflicto de clases del que las Farc eran una expresión deformada.


 


El aparato criminal estatal y paraestatal colombiano, el latifundismo, la superexplotación obrera y la más espantosa miseria social, siguen en pie.


 


La superación de las inmensas penurias del pueblo colombiano reclama la formación de una fuerza revolucionaria de la clase obrera.