La Iglesia, al frente del tráfico de niñós

La oposición al aborto tiene su explicación

La Iglesia católica se supera a sí misma. Una investigación iniciada a partir de hijos que buscan a sus madres biológicas y viceversa, en España, desnudó una extensa red orgánica de la Curia, integrada por curas, monjas, laicos, captadores de embarazadas, médicos, jueces del más alto rango (incluso uno del Tribunal Supremo) y funcionarios, que robaron decenas ¿o cientos? de miles de bebés. Los bebés eran traficados y vendidos en adopciones ilegales, a partir de unos 18.000 euros a valores actuales (todos los datos provienen del diario El País de Madrid).

Hasta 1950, el robo de los hijos a las presas de las cárceles franquistas o de los hogares sospechados de “rojos” o republicanos fue una política de Estado, “un método más de la represión”. A la manera del plan sistemático de apropiación de Videla, pero a escala gigantesca, un informe del juzgado de Baltasar Garzón calcula que hasta 30.000 bebés y niños fueron sustraídos de las cárceles y entregados a seminarios, hospicios y como hijos o sirvientes de familias del régimen. Allí como acá, la Iglesia se ocupó de regentear la operatoria.

Desde entonces y durante las cuatro décadas siguientes -hasta 1987, cuando se aprobó la ley de adopciones-, los bebés fueron robados de clínicas y casas cuna ligadas al clero como las Hijas de la Caridad, la Acción Católica, Cáritas y el Opus, entre otros. A las madres -“generalmente solteras, muy jóvenes y con pocos recursos, incapaces de reaccionar frente a la presión de médicos, monjas y funcionarios”- se les decía que su hijo había muerto. Otro método era amontonar embarazadas pobres o de familias que quisieran ocultar “el pecado” en los llamados “pisos nido”, redes de departamentos en los que estaban cautivas hasta que parían. El Teléfono de la Esperanza, creado en 1971 por un fraile, fue otro de los canales para reclutar embarazadas. Las que se arrepentían eran represaliadas.

En las casas cuna, las monjas organizaban desfiles de candidatos, “que eran escrutados a conciencia (pelo, arqueo de las piernas)” por los clientes. Hasta la promulgación de la ley de adopción, los adoptantes podían inscribir a los niños como propios, eliminando todo rastro de la madre biológica. Los bebés se compraban, se vendían… y se exportaban a Estados Unidos, México, Guatemala, Venezuela…

Mientras se multiplican las denuncias y varias monjas han roto el pacto de silencio, la Justicia descubrió que manos solidarias destruyeron archivos de maternidades y cementerios, y que en las tumbas exhumadas hay sólo palos y trapos. Ante la presión de los afectados -cientos de causas ingresan en fiscalías provinciales-, la Fiscalía del Estado ordenó no archivar ningún caso. Los lazos de esta mayúscula red de tráfico de niños siguen vivos: dirigentes y funcionarios del Partido Popular han renunciado de apuro y una parte del Poder Judicial pretende prescribir las causas, aunque no hay un solo preso y muchos responsables estén todavía ejerciendo. Por ejemplo, Eduardo Vela, director del hospital San Ramón de Madrid, considerado “una de las mayores fábricas de bebés”. Un adoptado declaró ante la Justicia que, cuando fue a preguntarle por su madre biológica, Vela le dijo “que él hacía esas cosas para evitar abortos, porque las chicas se iban a abortar a Londres o a barcos en aguas internacionales”. Omitió agregar que un bebé del San Ramón, según un adoptante, costaba lo mismo que un departamento.

No sólo España

Lo de España no es un fenómeno local: la Iglesia se ha apropiado de millares de niños en su “evangelización” de Africa, a los que ha puesto a trabajar a su servicio. Y en Añatuya, Santiago del Estero, el obispo Antonio Baseotto y su hermana monja María Rita (funcionaria por décadas del hospital local) traficaron miles de bebés, y lo mismo ocurrió en Goya, Corrientes, donde las adopciones ilegales se pagaban en el Obispado.

La oposición del Vaticano al aborto adquiere así un carácter tan pragmático como ideológico: “no me priven de tan valioso insumo”. Es la segunda pata del trípode que se completa con el abuso sexual y la pedofilia, defendidos públicamente como pecados menores por la jerarquía eclesiástica, de Ratzinger para abajo. La Iglesia católica es una mafia internacional y los Estados, sus encubridores y cómplices.