Obama en su encrucijada


La reforma sanitaria de Barack Obama no está inspirada en los 50 millones de norteamericanos que carecen de atención médica ni en los 150 millones que tienen pésima cobertura. El gasto en salud es un “asunto crítico para la economía de Estados Unidos”, porque insume el 16% del PBI –cuatro veces más que Defensa– y duplica el gasto de cualquier otro país desarrollado. En seis años, si no se reduce, llegará al 20% del PBI. La presión sobre las arcas públicas es enorme, aunque no existe medicina gratuita. Sólo los planes federales de salud –Medicare y Medicaid, para mayores de 65 años y familias muy pobres– se llevan el 4% del presupuesto federal por las altísimas tarifas de los prestadores. Si nada cambia, el costo de la atención médica será “el factor más decisivo para el crecimiento vertiginoso del déficit presupuestario” (New York Times, 18/7). Obama afirma que con bajar sólo un décimo en una década, el déficit fiscal se reduciría en 4 mil millones. Para eso, habría que eliminar “miles de millones de dólares de gastos innecesarios y concesiones injustificadas a las compañías de seguro” (AFP, 15/9).


Así las cosas, todo el mundo está de acuerdo en disminuir los gastos. La pelea es por quién pagará el recorte.


Obama proponía crear un seguro estatal muy barato, que compitiera son las aseguradoras y bajara las tarifas de atención privada (New York Times, 4/8), disminuyera los costos de los planes federales y redujera en 313.000 millones de dólares los pagos a las empresas en una década (AP, 13/6; New York Times, 3/8). Para que aceptaran estas regulaciones, les entregó un filón: su proyecto obliga a que todos compren un seguro individual (público o privado). Las aseguradoras no aceptaron, aunque “de este modo, podrían conocer en plena crisis una extraordinaria bonanza” (New York Times, 4/8). La reacción del poderoso lobby sanitario y sus agentes republicanos y demócratas, llevó al Ejecutivo a “una situación de inédita debilidad” y le bochó a Obama 17 puntos de popularidad en tres meses.


Las aseguradoras quieren mantener su altísima rentabilidad, amenazada por la crisis: 17.000 personas por día pierden el empleo y la cobertura. Los patrones contratan primas más baratas o directamente las anulan. Como las primas aumentaron cinco veces más que los salarios en los últimos años, hay trabajadores que no pueden pagar su parte. Una opción pública obligaría a las compañías de seguro a bajar las primas para no perder parte de su clientela privada y empresarial. Aunque los 170 medicamentos considerados esenciales cuestan en Estados Unidos 80% más que en Europa, las farmacéuticas pretenden que el gobierno las ayude a capear la crisis prorrogando las patentes de las drogas biológicas (cáncer y Parkinson, etc.), prohibiendo importar un número mayor de medicamentos y fabricar genéricos; y, fundamentalmente, manteniendo el padrón de Medicaid, al que Bush trasladó millones de afiliados del Medicare porque allí el Estado paga estrictas tarifas de mercado. Las prestadoras médicas se oponen a que el Estado controle (“racionalice”) los tratamientos o les imponga tarifas diferenciales en un plan público. Para todos, cualquier regulación “terminaría con la fiesta” (La Nación, 9/9).


El apoyo de la AFL-CIO y de las organizaciones de médicos y enfermeras no evitó que el “celo del gobierno por recortar los gastos de salud” le restara apoyo en gran parte de la población. La reforma, sospechan, “trae más ajustes”, que recaerán sobre los beneficiarios de planes federales (New York Times, 20/8). El seguro compulsivo, aunque fuera el más barato y subsidiado por el Estado, insumiría no menos del 10% de los ingresos de una familia trabajadora.


El gobierno está dividido. Nancy Pelosi, jefa de la bancada demócrata, anunció que no votará una ley sin seguro público. Pero las acciones de las aseguradoras subieron después de que Obama prometió “instalar un mercado” donde “los individuos y las pyme puedan comprar seguros médicos a precios competitivos”, pero garantizando a las aseguradoras “incentivos para participar en ese mercado que les permitirá competir por millones de nuevos clientes” (La Nación, 9/11).


Hasta ahora hay cinco proyectos. El que parece prevalecer surgió del Comité de Finanzas del Senado, presidido por el demócrata ultraconservador Max Baucus, el mayor beneficiario de los aportes del lobby sanitario para campañas políticas. Baucus reemplaza la opción pública por cooperativas sin fines de lucro con algún subsidio estatal, demasiado débiles para competir con las aseguradoras o imponer tarifas menores. Exige que todo estadounidense contrate un seguro, so pena de una multa de hasta 3.800 dólares por familia. Prevé una mínima ayuda del Estado para los más pobres y flexibiliza el ingreso a los planes federales. Exime a las empresas chicas de pagar cobertura laboral y permite que las otras “vinculen su aporte a los subsidios que sus empleados acaben obteniendo”. Las familias de clase media baja “acabarían pagando mucho más en primas” (El País, 20/9).


Como contrapartida, los capitales del sector salud deberían colaborar con un fondo de 100.000 millones de dólares y no podrían desprenderse de clientes con enfermedades graves, como sucede en la actualidad.


La crisis política sigue abierta: el plan Baucus debe sintetizarse con el surgido del Comité de Salud (que mantiene una opción pública ultra restringida) y después con la Cámara de Representantes. Recién entonces presentarán una ley definitiva al Ejecutivo. Si Obama acepta la eliminación de toda opción pública, el vaticinio republicano de que la reforma sanitaria iba a ser su Waterloo, como lo fue de Clinton, habrá sido certero.