Primer debate Trump-Biden: fotografía de un sistema político en llamas

Los comentarios en los medios de comunicación del mundo, y en las redes sociales concuerdan en que el primer debate de la carrera presidencial de EE.UU. fue una vergüenza. El escándalo, sin embargo, no es una sorpresa. La tendencia a la polarización social y política se viene desarrollando violentamente.

La misma crisis capitalista que ha generado una verdadera rebelión popular asiste ahora a una política sistemática de Donald Trump de movilizar una base popular fascista para colaborar con las fuerzas policiales en aplastar a sus opositores.

Trump, que se mostró arrollador frente a Biden, a quien casi no dejó hablar sin interrupciones salvo cuando el conductor se lo imponía a los gritos, reivindicó en el debate su campaña de preanunciar un fraude por el voto por correo meses antes de la realización de la elección, la posibilidad de recurrir a la Corte Suprema (donde impulsa la designación en un trámite exprés a la católica ultraconservadora Amy Coney Barrett en reemplazo de la fallecida jueza liberal Ruth Bader Ginsburg para consolidar una mayoría propia fuera de duda) para definir el resultado y de convocar a sus seguidores a tomar las calles para torcer el resultado.

Una de las definiciones que más se viralizaron fue la negativa de Donald Trump a condenar a los grupos de supremacistas blancos y milicias de extrema derecha que han asesinado manifestantes recientemente en Kenosha y protagonizan incidentes en todo el país. Dijo que la violencia “viene casi toda de la izquierda, no de la derecha”. Y cuando se le pidió un mensaje a uno de los grupos en el centro de la violencia los “Proud Boys” les dijo que “dieran un paso atrás y aguarden instrucciones. Y les digo, alguien tiene que hacer algo frente a Antifa y la izquierda”. El mensaje de apoyo a sus acciones fue clarísimo. En este debate Trump ha dado el paso de declararse públicamente líder de los grupos milicianos racistas a los que defiende con guiños e indirectas (y protección policial) desde el primer día de su mandato.

La actuación de Biden fue estudiadamente cauta. En el terreno político casi no atinaba a responder las chicanas que ametrallaba el magnate naranja, fuera de quejas de que es un mentiroso, un “payaso” o que no para con su “cháchara”. El propio Trump deslizó rápidamente que parecía estar discutiendo con el moderador Chris Wallace de Fox News más que con Biden. Solo concentró energías en el debate cuando Trump insistía en las acusaciones de corrupción y los episodios de adicción a las drogas de su hijo Hunter.

Esta actuación deslucida es un intento de reflejar su carácter moderado para disputar parte del voto republicano y rural. Se esforzó constantemente para alejarse de los reclamos que levanta la izquierda de su partido, como el desfinanciamiento de la policía o el New Deal Verde. Aunque estos planteos son reformas limitadas, y en el caso del desfinanciamiento policial incluso es inocua Biden enfatizó constantemente no acordar con estos planteos por su radicalidad. El mismo fenómeno sucedió respecto al tema sanitario. Biden revindicó el limitadísimo programa de salud instituido por Obama (“Obamacare”), que Trump coincidió en defender, diciendo que lo mantuvo en su gobierno con pequeñas modificaciones. Con este limitadísimo acceso a la salud se produjo el desastre sanitario frente al coronavirus. Ambos candidatos defienden la continuidad del sistema de salud altamente privatizado y excluyente y rechazan el planteo de extensión universal de salud gratuita, con el que Trump intentó asociar a Biden, pero que éste desconoció.

La promesa de un retorno a “la normalidad” que los demócratas pretenden encarnar en la elección no fue expresada ayer en ningún planteo concreto de índole económica, política ni de diplomacia internacional. Justamente la orientación demócrata, profundamente patronal y partidaria de redoblar una ofensiva imperialista en el exterior, conviene ser archivada para no dividir más agudamente su base electoral.

Dos conclusiones quedaron patentes para cualquiera que haya seguido el debate atentamente. La primera es que las elecciones del 3 de noviembre van a ser un episodio de agravamiento de la crisis política, no su desenlace final. La fuerza de la organización de los trabajadores y la juventud y la capacidad de su vanguardia para unificar la lucha definirán el cuadro frente a los intentos de golpe de Estado y de regimentación de las calles con grupos parapoliciales. Enfrentar esto no es parte de la política del Partido Demócrata, para quien Trump es un mal menor frente a la rebelión popular y que es coautor de la represión a los movimientos de masas.

La segunda conclusión es que ninguno de los partidos que se disputan el mandato presidencial expresan, ni remotamente los intereses de los oprimidos de EEUU.: la cobertura a los desempleados, que se recortó a fines de julio, el salario mínimo, el refuerzo del presupuesto para salud y combatir la pandemia, etc., todo ello estuvo ausente. Mientras millones reclaman cambios urgentes frente a una catástrofe social, asistimos a distintos enfoques para defender al Estado y al capital. La conformación de un partido independiente de la clase obrera norteamericana es una tarea pendiente, y urgente. El Partido Obrero apoya y propone toda su colaboración a los cientos de militantes que en distintas organizaciones se proponen dar pasos en este sentido.