Sarkozy tiene una sola bala en la recámara

Las ‘esperanzas’ de muchos ‘progresistas’ franceses es que Nicolás Sarkozy, el ganador de la segunda vuelta para la presidencia de Francia, acabe convirtiéndose en una especie de Berlusconi galo: un reaccionario que gobernó como un bufón; que frustró las expectativas de la gran burguesía italiana y europea; y que volvió ‘pacíficamente’ a la oposición, luego de perder su mandato.


No es, sin embargo, lo que va a ocurrir del otro lado de los Alpes. En la última década y media, desde la huelga general del sector público de diciembre de 1995, los gobiernos capitalistas fracasaron reiteradamente en su capacidad para quebrar las grandes conquistas sociales de las masas. El último choque ocurrió hace un año, cuando cinco semanas de constantes movilizaciones obligaron al primer ministro, Villepin, a retirar la ley de primer empleo —una variante de la precarización del trabajo. La sociedad francesa, al mismo tiempo, continuaba su persistente declinación, tanto financiera como social: la deuda pública y la desocupación crecían como hermanas siamesas. Lo mismo ocurría con el deterioro laboral, a pesar de encontrarse en vigencia una ley que aseguraba las 35 horas semanales sin afectación del salario. La desocupación golpeaba en particular a la juventud y, dentro de ella, a los hijos de inmigrantes, como lo puso en evidencia la rebelión de los barrios de 2005.


Aunque la burguesía francesa no ha perdido posiciones significativas en el mercado internacional, su peso ha caído claramente, obligando al Estado a bloquear la adquisición de sus principales pulpos por parte de los rivales internacionales, sean europeos o norteamericanos. Hace muy poco, los llamados ‘hedge funds’ (fondos altamente especulativos) forzaron la venta del gigante del acero, Arcelor, que Francia quería proyectar como ‘campeón nacional’, al pulpo hindú Mittal. Antes de esto, el gobierno había tenido que salir en defensa de la láctea Danone. Enfrenta un problema aún más grave en el caso del gigante EADS, que entre otras cosas fabrica los Airbus, que da pérdidas, porque sus socios privados quieren retirarse del negocio. Las fusiones bancarias que se producen a nivel de la Unión Europea amenazan la independencia de los grandes bancos franceses. De acuerdo al Financial Times, el éxito de una adquisición del holandés ABN-AMRO, por parte del inglés Barclays, dejaría en una situación de vulnerabilidad al francés Paribas y al franco-belga Société Generale. Si faltaba algo a este negro panorama, Estados Unidos ha comenzado una campaña para desestabilizar al pulpo francés del petróleo, Total, por un lado, con acciones judiciales; por otro lado, con un boicot al capital por parte de sus accionistas extranjeros.


La victoria del derechista Sarkozy debe verse en este contexto, o sea como una reacción a la declinación de su propia burguesía; Sarkozy está literalmente obligado a emprender una ofensiva en regla contra las conquistas laborales y sociales que rigen en Francia desde la posguerra, y a sostener con todos los recursos del Estado al capitalismo nativo. De ahí su programa de privatizaciones a rajatablas e incluso de venta del patrimonio cultural; de su planteo contra la semana de 35 horas, contra la seguridad social, contra el ‘desorden’ callejero. No por nada su grito de batalla es acabar con la ‘cultura’ social y política que atribuye al Mayo francés (la huelga general de mayo de 1968, que llevó a la caída de De Gaulle). Sarkozy ganó la presidencia para poner fin a una prolongada crisis de régimen político, que trababa cualquier iniciativa de fondo de la burguesía francesa. En un plazo más o menos breve tendrá que poner fin al doble gobierno que forman el Presidente y el primer ministro; en el caso de que no obtuviera una mayoría en las elecciones parlamentarias del mes que viene, deberá considerar una disolución del Parlamento, el llamado a un referéndum o alguna variante de acción bonapartista.


Un Berlusconi improbable, Sarkozy ha sido considerado como una posible Mrs. Thatcher —pero no en el auge del llamado ‘neoliberalismo’, sino en su decadencia. A la distancia, Thatcher es presentada como la que consiguió revitalizar al capitalismo británico, pero no debe ser el ‘revival’ que Sarkozy tiene ‘in mente’ —porque hoy la burguesía inglesa no es dueña ni de la Bolsa de Londres. En todos los sentidos de la palabra es una intermediaria del capital financiero norteamericano. De cualquier modo, la llamada ‘dama de hierro’ solamente consiguió sus propósitos gracias a la victoria de la flota británica en la guerra de Malvinas, que la salvó de una derrota electoral terminal y que le dio los recursos políticos para derrotar a una de las grandes huelgas obreras de la historia —la de los mineros de 1986. Para que la analogía favorezca las perspectivas de Sarkozy, el ‘canalla’ francés necesitaría ganar una guerra colonial que le otorgue prestigio. Francia está envuelta en un sinnúmero de ellas en Africa (ahora mismo en Darfur, además de Costa de Marfil, Chad y Sierra Leona), pero éstas lo ponen a Sarkozy más cerca de un tribunal penal que de la gloria. Thatcher tampoco es un ejemplo sublime, porque los que la ensalzan olvidan mencionar que acabó sus días, políticamente, con una devaluación ‘a la De la Rúa’.


Sarkozy tiene, sin embargo, una ventaja sobre su antecesora inglesa, el hecho de que el proletariado se encuentra más desmovilizado que lo que estaba la clase obrera del otro lado de La Mancha, en especial en el sector privado. Las centrales sindicales ni siquiera se animaron a denunciarlo en la campaña electoral. Luego de la victoria derechista anunciaron su disposición “a negociar”; pero no debe olvidarse que el sector público francés tiene industrias y transporte. Por eso Sarkozy quiere imponer, antes que nada, una legislación anti-huelgas, que asegure el funcionamiento de los llamados sectores estratégicos. Para las elecciones parlamentarias de junio próximo, Sarkozy está reagrupando nuevas fuerzas, mientras que todo indica que la oposición las enfrentará en el cuadro de crisis agravado por la derrota reciente.


En Francia se abre, entonces, un período muy convulsivo. Lo que sin embargo parece claro es que Sarkozy tiene una sola bala: si no enfrenta y no derrota a la clase obrera, tampoco llegará al final de su mandato. La necesidad de proceder a este enfrentamiento, sin embargo, coloca a Sarkozy ante un dilema de fondo, ya que nunca logrará vencer a la clase obrera francesa sin el apoyo, por lo menos, de la burguesía europea. No estamos ya en el siglo XIX, cuando el Estado galo tenía los recursos de sus ambiciones. Ninguna clase de ‘privatización’ o ‘desregulación’ ayudará a dar vida al imperialismo francés si no consigue el socorro financiero interesado de los grandes capitales internacionales. El nuevo gobierno se verá obligado a transar, entonces, su cacareada ‘independencia nacional’ y a ceder posiciones nacionales e internacionales; la burguesía mundial observa la crisis francesa con lujuria. El destino de la guerra de clases que se ha trazado Sarkozy se enlaza, casi de un modo directo, con una crisis a escala de la Unión Europea. En un período de derrumbes financieros en cadena, de crisis políticas en casi todos los principales países y de guerras imperialistas, las probabilidades del capitalismo francés son cada vez menos ‘nacionales’. El enfrentamiento de clases que Sarkozy está obligado a emprender es, quizá, lo que necesita por fin Francia para que el “gallo rojo” vuelva a cantar.