Dar vuelta la página: de la continuidad del aparato represivo al rescate a las fuerzas armadas

A 44 años del golpe genocida

APeL

Los dichos del presidente en el acto realizado en Campo de Mayo el último 21 de febrero, reivindicando a los “militares de la democracia” e invitando a “dar vuelta la página”, suscitaron debates de todo tipo. Desde el repudio de algunos organismos de Derechos Humanos hasta el intento de justificación por parte de Horacio Verbitsky, quien afirmó que “Dar vuelta la página es hoy una posibilidad que la Argentina tiene a su disposición, por todo lo que se hizo en los 37 años transcurridos desde que el último militar salió de la Casa de Gobierno” (El cohete a la luna, 01/03/20).


La incansable e ininterrumpida lucha de los organismos de Derechos Humanos desde la época misma de la dictadura y los tardíos e insuficientes juicios llevados adelante contra sus responsables ponen en evidencia la falsedad de tal aseveración. Si a eso agregamos las reiteradas alegaciones por parte del kirchnerismo a la “integración de las Fuerzas Armadas a la democracia”, a la “vinculación entre Fuerzas Armadas y sociedad civil” y a la “conducción civil de las Fuerzas Armadas”, observamos que en el fondo subyace el debate sobre el rol de las Fuerzas Armadas en nuestra sociedad, su inserción en el aparato estatal y la viabilidad de su transformación.


Algunos antecedentes sobre el rol de las Fuerzas Armadas


A lo largo de todo el siglo XX, los distintos gobiernos que asumieron la conducción del Estado otorgaron distintas funciones específicas a las Fuerzas Armadas, ligadas estrechamente a las necesidades de la coyuntura. Pero, en todos los casos, éstas intervinieron en la represión a los trabajadores. Las distintas normas puestas en vigor habilitaron tal tarea para el caso en que fuera necesario.


Fue el caso, a principios de siglo, de la creación del servicio militar obligatorio, que cumplió con el doble objetivo de regimentar a la ola de inmigrantes, en su inmensa mayoría obreros y muchos militantes de corrientes combativas, que ingresaba al país, a partir de la formación de ciudadanos pacíficos y patriotas, y de formar una fuerza centralizada y profesional capaz de reprimirlos en el caso de que tal misión fallara, como ocurrió en la Semana Trágica y en la Patagonia Trágica.


Más tarde, el primer gobierno peronista sancionó la Ley de Organización de la Nación para Tiempos de Guerra Nro 13.234 en el año 1948. Siendo la primera Doctrina de Defensa Nacional elaborada en el país, postulaba una visión convencional de la guerra limitada al enfrentamiento con otros países. En conjunto con la creación del Ministerio de Defensa en 1949, se avanzó en un esquema normativo que expresaba la subordinación militar a las autoridades gubernamentales y la no injerencia de las Fuerzas Armadas en seguridad interior, que quedaba a cargo de las Fuerzas de Seguridad.


Sin embargo, un año antes de la implementación de estas normas y medidas, el mismo gobierno peronista, por orden de su Ministerio de Guerra, había movilizado tropas y enviado un avión desde la Base Militar de El Palomar (al que se le colocó una ametralladora Colt) para colaborar en Formosa (en el paraje La Bomba, jurisdicción en ese entonces del gobierno nacional) con la Gendarmería Nacional, que se encontraba llevando adelante la represión a la comunidad Pilagá. El objetivo era despojarla de sus tierras y someterla a trabajo semiesclavo en las reducciones indígenas que funcionaron en distintos puntos del norte de nuestro país hasta 1955.


La situación no fue muy diferente después de la sanción de la ley 13.234: resulta significativo que su primera aplicación se hiciera para disponer la movilización militar de los trabajadores ferroviarios en huelga en 1951 (centenares de trabajadores fueron encarcelados y muchos despedidos), aprovechándose de la indeterminación creada por la categoría “emergencias graves” contemplada en su articulado, que abría la posibilidad de represión sobre sectores de la población civil. De esta manera, la normativa no sólo no fue respetada, sino que además sirvió de base para la posterior elaboración del Plan Conintes, precursor a su vez, de la Doctrina de Seguridad Nacional (que puso el eje en la subversión interna como enemigo principal) que desplazaría, sin eliminar, el paradigma de la Doctrina de Defensa Nacional.


El Plan Conintes, dispuesto por decreto (S) 9.880/1958 por el gobierno de Frondizi y vigente entre 1958 y 1961, consistió en una forma de reorganización del personal y las estructuras militares para reprimir a los trabajadores con el concurso de las Fuerzas Armadas. Subordinó a las fuerzas policiales al control operativo de las autoridades militares y creó una organización territorial militar (zonas de defensa, subzonas y áreas) que sirvió para sistematizar la represión y poner bajo control de las Fuerzas Armadas parte del aparato productivo del país. También avanzó en materia de inteligencia, aplicando la tortura en busca de información y sustrayendo a los detenidos de la justicia civil para ponerlos a disposición de tribunales militares. Su forma organizativa fue adoptada por el Estado frente a las insurrecciones de 1968, anticipando formas de represión utilizadas en la dictadura que se inició en 1976.


Este desarrollo fue paralelo a la construcción del andamiaje de inteligencia, primero con la creación de la Coordinación de Informaciones de Estado (CIDE) en 1946, dependiente en forma directa del Poder Ejecutivo, para afrontar el escenario abierto después de la segunda guerra mundial y detectar con rapidez a los enemigos internos. Una publicación realizada por la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación en el año 2014 ("Plan Conintes. Represión política y sindical") afirma que la CIDE funcionó primero en la Casa Rosada y, desde 1951, en un edificio de la Policía Federal. También indica que “la lectura de diarios, el análisis de informaciones internacionales y la evaluación de datos traídos por militares y sindicalistas conformaron sus primeras carpetas y objetivos”. Sobre su base se organizó la SIDE en 1956, pero “la misión que se le asignó al nuevo organismo no difería sustancialmente de la de su antecesor”. La misma publicación enfatiza su participación en actividades criminales, constituyéndose por su propio peso en un factor de presión y condicionamiento de los distintos gobiernos. En ese marco, Frondizi firmó el decreto 2985 de abril de 1961, por el cual la SIDE pasó a ser “el organismo de la Nación encargado de planificar, dirigir y supervisar la acción del Estado en materia de comunismo y otros extremismos”.


Ya en la década del 70, la entrada en funcionamiento de la triple A y la emisión de los decretos de aniquilamiento en 1975 (Decreto “S” 261 que da comienzo al Operativo Independencia en Tucumán y los Decretos 2.770, 2.771 y 2.772), marcan la antesala que dará inicio a la última dictadura cívico militar, signada por el entrelazamiento de las Fuerzas Armadas, las Fuerzas de Seguridad y el aparato de inteligencia promovido por el Estado durante décadas.


La transformación de las Fuerzas Armadas al amparo de la continuidad del aparato represivo


Horacio Verbitsky plantea que es posible una transformación de las Fuerzas Armadas y de su forma de inserción en el aparato estatal a partir de “la separación de sus filas de quienes cometieron delitos de lesa humanidad” y de un cambio en “la formación de las nuevas promociones de oficiales y suboficiales” (“La construcción de la Nación Argentina. El rol de las Fuerzas Armadas”, Ministerio de Defensa, 2010). Sin embargo, nada de esto es posible de la mano de un Estado que sigue defendiendo los intereses de los mismos grupos sociales que se valieron de la dictadura para imponer sus condiciones al conjunto de la población. Al día de hoy, el Estado no ha tenido la voluntad política de abrir los archivos de la dictadura (más allá de algunos archivos administrativos) y ha avanzado en los juicios a los genocidas a cuentagotas. Esto trae aparejada la situación de que no sólo no se los ha juzgado a todos ellos, sino que tanto aquellos que no han sido juzgados como aquellos que sí lo fueron pero muy tardíamente, continuaron en actividad durante todo este tiempo. Peor aún, han formado a las nuevas generaciones de militares en democracia. Su silencio y rechazo a aportar información sobre el destino de los desaparecidxs y de los niñxs apropiadxs durante el terrorismo de Estado da sobrada cuenta del legado que han transmitido a quienes educaron durante las últimas décadas.


A esta evidencia se suman las reiteradas denuncias realizadas a la “conducción civil” que impulsó la sanción de la ley antiterrorista, designó al genocida Milani al frente del Ejército y utilizó a los servicios de inteligencia para espiar y reprimir al movimiento obrero bajo la batuta de la “seguridad democrática” y el Proyecto X de Nilda Garré y de Sergio Berni (actual Ministro de Seguridad de la Provincia de Buenos Aires) en la Panamericana. Sin ir más lejos, hace sólo unos días asistimos a la infiltración de un miembro de la Policía Federal en una asamblea de los trabajadores del INTI.


Llegamos a la última dictadura cívico-militar como resultado de un largo proceso en el que las autoridades del Estado adoptaron medidas por las cuales las Fuerzas Armadas se fueron haciendo cargo de la represión y del control del conjunto de la población. La subordinación de las Fuerzas Armadas fue utilizada para reprimir a los trabajadores en momentos de conflictividad social. Mientras no cambie la naturaleza del Estado, quizás las Fuerzas Armadas modifiquen algunas de sus funciones específicas de acuerdo a los vaivenes de la coyuntura, pero difícilmente se transformen. Más allá de las funciones específicas que puedan asumir en diferentes períodos históricos, encarnan la fuerza cuyo uso legítimo posee el Estado y aquellos que detentan su poder no dudarán en echarle mano cuando los trabajadores lo cuestionen.