“Garantistas” quieren garantizar la impunidad

Campaña contra la restitución de los hijos de desaparecidos

Una pasión garantista inflama a los cruzados de la mano dura y el gatillo fácil, a los promotores de la imputabilidad de los menores y de la represión a los que luchan. Una pasión por los derechos de los chicos –hoy adultos– nacidos en los campos de exterminio inflama a los que sostuvieron la dictadura y defienden todas las variantes de la impunidad, incluida la “reconciliación”. El novísimo fervor por las víctimas, claro, se reduce a un solo punto: el derecho a que rechacen una prueba de ADN que determine si son hijos de desaparecidos. (De paso: la objeción no incluye a los imputados por delitos comunes, donde esas prácticas son habituales para obtener pruebas).

El escándalo surge en respuesta a un proyecto de ley presentado por Abuelas y defendido por los K que autoriza la extracción compulsiva de sangre cuando fracase el análisis de otros elementos (cepillo de dientes, ropa, pelo en los que hubiera partículas corporales). Pero para los garantistas de nuevo tipo –e incluso para una hermana de dos desaparecidos, como la senadora Norma Morandini (del bloque de Luis Juez)–, que la Justicia allane un domicilio para secuestrar un cepillo de dientes es una inadmisible violación del derecho a la intimidad y conspira contra “la construcción de una auténtica cultura de derechos universales para todos” (La Nación, 31/10). Qué infamia. En ese amplio “todos” no caben los “derechos universales” de las familias que los reclaman. Tampoco los del pueblo a conocer el destino de miles de desaparecidos y de sus hijos. Tampoco el castigo a los responsables militares, políticos, económicos y eclesiásticos de la masacre.

El único escándalo es que el Estado haya garantizado que 400 chicos estén todavía bajo el dominio de los genocidas. (Y esto incluye a los kirchneristas, que apoyan la ley sólo como un as en la manga para extorsionar a Clarín). Su búsqueda quedó librada a sus familias y las Abuelas. Los sucesivos gobiernos obstruyeron hasta donde les fue posible el reencuentro. Las fuerzas represivas escondieron y facilitaron la fuga de los apropiadores; la Justicia extendió los juicios hasta que muchos chicos alcanzaron la mayoría de edad, ayudando a cumplir el propósito dictatorial de desarticular la genealogía abuelos-hijos-hijos de los hijos, como un castigo ejemplar a tres generaciones y una amenaza a los que enfrentan este régimen social.

Fijaron condenas ridículas y algunos jueces les impusieron a los chicos un “régimen de visitas” con los asesinos de sus padres.

Pretenden que se está “revictimizando a las víctimas”. Que está en tensión “el derecho a la verdad y el derecho de las víctimas a negarse”. Es una miserable impostura. Lo que está “en tensión” es el derecho de un pueblo a recuperar a sus hijos; el derecho de esos chicos a librarse de una esclavitud que perdura desde el día en que fueron arrancados a sus madres; el derecho a castigar a los ideólogos, ejecutores y beneficiarios del Plan Sistemático de Robo de Bebés –reconocido por Bignone en documentos desclasificados de la Embajada yanqui. Defienden la impunidad de los genocidas y sus socios, empezando por la Iglesia, que organizó el reparto de bebés a través del Movimiento Familiar Cristiano, cosa probada por la Justicia (Prensa Obrera Nº 1.050). Y, por supuesto, toda la clase patronal, como la primus inter pares de los grandes medios de comunicación, Ernestina Noble, la dueña de Clarín, quien hace veinte años que elude contestar –sin consecuencias penales– de dónde sacó a sus dos “hijos”, reclamados por las familias Lanascou y Gualdero. La periodista alemana Gaby Weber denunció que varios gerentes de la Mercedes Benz tienen chicos obtenidos por adopciones irregulares, que ni la justicia alemana ni la argentina aceptaron investigar.
Saben que la develación de identidad es una prueba irrefutable de un delito de lesa humanidad. La Nación lo reconoce explícitamente: una cosa es investigar la identidad de quien “desea” conocer sus orígenes, y otra es que la investigación se utilice “para aportar pruebas incriminatorias hacia terceros por presuntos ilícitos”. El mismo editorial describe a los apropiadores como “quienes son sus padres en el afecto y cuidado, y en definitiva los han recibido y ahijado a lo largo de muchos años” (La Nación, 1/11). Los medios censuraron la carta de 65 hijos restituidos en la que exigen que el Estado use “todas las herramientas para devolverles la identidad a los más de 400 jóvenes apropiados que aún desconocen su verdadera historia”.

Por eso mismo, ninguno de los garantistas contra el ADN exige la apertura de los archivos de la dictadura, el más eficaz de los “métodos alternativos” para averiguar quién mató a las madres y se robó a los hijos, y dónde están ahora. La apertura sería un paso decisivo en el desmantelamiento de los aparatos represivos de la dictadura, que están en acción, como se demostró en el Argentinazo, en el Puente Pueyrredón y en el secuestro de Julio López. Las empresas de seguridad privadas que vigilan a los trabajadores en las fábricas o en las tercerizadas telefónicas son propiedad de los mismos represores que, hace treinta años, se llevaron a sus compañeros. La restitución de la identidad (“la conciencia que tiene una persona de ser ella misma”, según el diccionario) de los chicos secuestrados, el conocimiento de su historia y de que sus padres no los abandonaron, su liberación de los criminales que los mantienen como rehenes, es una deuda inclaudicable del pueblo para con ellos y consigo mismo.