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15/5/2008|1037

El “monstruo de Amstetten”

En un apacible pueblo austriaco, el señor Fritzl encerró durante 24 años en un sótano a su hija adolescente. De las violaciones nacieron siete chicos. Uno murió, tres se criaron en el sótano y a los otros tres, como en un cuento de navidad, Fritzl fingió que la hija los había abandonado en su jardín. Las autoridades autorizaron la adopción. En una cultura donde una cáscara de banana en la vereda puede desencadenar una tormenta de furor cívico, ni la esposa, ni los otros seis hijos, ni los yernos y nueras, ni los cuñados, ni los vecinos, ni el panadero, advirtieron ninguna anomalía.

Los diarios hablan de una "familia normal" y dicen que nadie sabía que Fritzl había intentado violar a una mujer en 1967 y había estado 18 meses preso por violar a otra. Ahora sabemos que por lo menos lo sabía su cuñada ¿Su esposa no? Pero ni la policía ni las autoridades de minoridad encontraron esos antecedentes, que un diario obtuvo con el simple expediente de revisar los archivos. Lo que sí sabían era que el hombre pasaba sus vacaciones en Tailandia, paraíso de pedófilos. Pero Fritzl no arrojaba cáscaras de banana al piso: todo bien con Fritzl.

El "monstruo de Amstetten" era un hombre preocupado por los suyos en la casa y en el sótano. Arguye que secuestró a su hija para salvarla de las drogas. Y que le daba píldoras de vitamina D para suplir la falta de luz solar. Ahora la familia cuenta que el perfecto ciudadano les inspiraba terror, que cuando entraba en una habitación los niños enmudecían y se quedaban quietos. Un padre y un marido severo, Fritzl.

Todos los intentos de vincular "la patología" del austriaco con que Hitler se haya criado a pocos kilómetros de Amstetten se han dado de narices ante el caso de Lydia Gouardo, vecina de París nacida en la democrática República Francesa. Su madrastra y su padre la torturaron y violaron durante 28 años. Tiene nueve hijos y un cuerpo trizado de cicatrices. Gouardo dice que, a pesar de que el padre la llevaba al hospital, allí no la ayudaron ni tampoco la policía a la que, ante sus gritos, llamaban los vecinos. El padre murió. La Justicia condenó a la madrastra a tres años de prisión exentos de cumplimiento. Los chicos y la madre (analfabeta) no contaron ni cuentan con ayuda de los servicios sociales franceses.

En Alemania, donde el aborto no forma parte del seguro médico, los medios viven de horror en horror desde que las alemanas se han vuelto profesionales en guardar recién nacidos en freezzers o macetas. Esta semana, un adolescente aburrido fue a buscar pizza y, hurgando el freezer, encontró tres hermanitos congelados desde hace dos décadas. Sólo en diciembre se halló una docena de cadáveres en distintos escondrijos domésticos. El presidente de Oficina para Asistencia a la Infancia, Georg Ehrmann, dice que "en los últimos años han sucedido tres infanticidios por semana". En Alemania, 2,6 millones de niños viven en la pobreza. Este infanticidio paulatino no es considerado un horror.

En la Argentina, el abuso, la violencia, la violación dentro de la familia están encontrado justificación en una novedosa comprensión judicial de "los patrones culturales". Hace unos días, la Sala 2 de la Cámara Penal de Rosario absolvió a una madre que prostituía a su hija desde los 13 años. Su curioso argumento fue que "el ejercicio de la prostitución, transmitido de generación en generación por las mujeres de una familia, no es un delito, sino un hábito cultural adquirido a través de una práctica cotidiana" (La Nación, 30/4). Madre e hija vivían en condiciones de pobreza extrema cerca de Rosario. Como señala Patricia Kolesnicov en Ñ, "parece que casualmente es ‘patrón cultural’ de las pobres pasar de generación en generación oficios tales como la prostitución. Ya se sabe: una familia de médicos, una familia de ganaderos, un negocito de telas que pasa de manos". Respetuosa de los "hábitos familiares", la Justicia no recomendó ayuda económica ni para la madre ni para la hija.

Octorina Zamora fue la única cacique wichí que denunció a la Corte salteña cuando ésta -también en nombre de los "patrones culturales"- anuló el procesamiento de un wichí que violó y embarazó a la hija de nueve años de su concubina. "Es una aberración pensar que el pueblo wichí acepta el abuso sexual de las niñas como una costumbre ancestral", dice Octorina, quien teme que la sentencia sirva para dejar impunes otras violaciones: "Mi comunidad necesita 2.000 hectáreas para que podamos dejar de andar mendigando tierras. Para recuperar un territorio en Embarcación, lo ocupamos doce días y nos mandaron 450 policías a desalojarnos. Ningún juez pensó en nuestra pauta cultural".

Facundo Macarrón está procesado por homicidio agravado por el vínculo y, mientras se sustancia el lentísimo proceso, juega al golf y estudia leyes en la Universidad Católica de Córdoba. En su familia de creyentes y adinerados rotarianos, nadie advirtió que la mamá y el chico se iban a la cama con frecuencia. Nadie advirtió tampoco el embarazo de Romina Tejerina. Pero si otra hubiera sido la clase social en que nació, no habría estado presa desde el primer segundo en el que fue acusada, como Facundo, por homicidio agravado por el vínculo. Y la Corte no habría confirmado la sentencia.

Cada caso extremo fue parte de la normalidad hasta el día antes de trascender. Cuando trasciende -cuando se rompe el pacto de silencio- ilumina de manera incómoda las bases que sustentan la institución familiar bajo el capitalismo: abuso, autoritarismo, arbitrariedad, silencio, violencia, tedio, otra vez silencio. Una frustración que, cuando estalla, se abate siempre sobre los más débiles, las mujeres, los chicos, los viejos. Y que se trata de ignorar hasta que corre sangre. Entonces se lo etiqueta y circunscribe: horror, patología individual, "pasión violenta". Hasta el próximo caso, que es mañana.

En estos días, el 80% de los austriacos dice estar de acuerdo con restituir la pena de muerte. Como dice una canción popular: "se me hace que no va a alcanzar la leña".

Olga Cristóbal