La Ración de Pan
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La ración de panque se comían
los huérfanos de la Casa Cuna
(apretándola con su mano izquierda
y con la derecha rodeando el tazón de mate cocido,
la cabeza baja para que el vapor del yerbeado
entibiara el rostro y para que los labios
en vez de orificio de salida de las palabras
fueran entrada de alimentos),
aquella ración del orfanato vigilado por las monjas,
disciplinado por los preceptores,
un día quiso volverse famosa y poderosa.
Quiso miles de bocas para taparlas
con algodón de silencio,
quiso miles de manitas apretadas
dispuestas a defenderla.
Y la ración se fue multiplicando
país por país, boca por boca,
hasta cocinar millones de míseras racioncitas
—iguales a ella- luchando por apropiarse
de las bocas del Gran Orfanato.
La ración produjo innumerables copias
y las vendía muy bien a un precio muy vil
entre los huérfanos de las guerras,
los huérfanos de los ghettos,
los huérfanos de las favelas,
los huérfanos de las cárceles…
entre esos hijos de las sirvientas,
esos hijos de las campesinas,
esos hijos de albañiles,
esos hijos de basureros,
hijos de expatriados, hijos de desalojados.
Todos racionados. Todos con su pan destrozado.
Y aquí termina el cuento de la ración de pan
que comían los huérfanos de la Casa Cuna:
cuando fue llegando a su máximo poder,
se dio cuenta de que algunos
no eran hijos ni tampoco huérfanos
porque, en realidad, no existían,
porque sus nombres no figuraban
en los libros del Gran Contador de Raciones.
Entonces comenzó a alimentarlos con raciones de aire,
después les nubló el aire con humo de pólvora,
se los fue espesando con emanaciones radiactivas,
incendió el aire con napalm y, por último,
lo fue vaciando con fósforo blanco
hasta asfixiarlos. Que en paz descansen.