Políticas

28/9/2000|682

A 17 años del golpe pinochetista

Sr. Altamira. Pido la palabra.


Señor presidente: Realmente, lamento que no hayamos tenido la oportunidad de debatir el infausto golpe del 16 de septiembre de 1955 en nuestro país. Lamento ese hecho, pero me congratulo de tener hoy la posibilidad de hablar de Chile.


Rendimos un homenaje a Salvador Allende porque en su hora crucial tomó un fusil, reunió a sus compañeros más valientes y peleó hasta el final por lo que creyó.


En esta Legislatura, junto con este homenaje, estamos obligados a hacer una reflexión, estamos obligados a sacar algunas conclusiones, para construir sobre la base de esa experiencia.


El golpe militar del 11 de septiembre no fue un rayo en cielo sereno. Un comandante en jefe del Ejército chileno había sido asesinado en 1970, inclusive con antelación a la asunción del mando por parte de la Unidad Popular de Salvador Allende, como punta de lanza de una política ya diseñada por el Departamento de Estado Norteamericano para ahogar de raíz la enorme irrupción de las masas chilenas que se venía gestando desde bastante tiempo atrás. E incluso pocos meses antes del 11 de septiembre de 1973, aproximadamente en el mes de julio, también hubo una tentativa golpista dirigida a terminar con el gobierno al cual apoyaba la mayoría de los trabajadores.


Quiero recordarles, en una época en que contar votos pareciera ser el summum de la democracia política, que en la última elección municipal en Chile la Unidad Popular sacó el 45 por ciento de los votos en medio del lock-out de los camioneros, en medio de las acciones contrarrevolucionarias, las cacerolas de las mujeres de los ‘milicos’, etcétera.


Es decir que era un pueblo que tenía una elevada conciencia de lo que se estaba jugando en esa situación. El Ejército chileno era considerado hasta el último día del golpe como un modelo de democracia, era el ejército que registraba menos golpes de Estado, con la excepción de esa crisis en 1932 a la que hizo alusión el diputado Latendorf; era el ejército civilista por excelencia. Y en Chile esta concepción jugó un papel trágico, porque ese ejército por excelencia civilista, ese ejército intachablemente democrático no dejaba de ser, a pesar de todo, un instrumento de los explotadores, y cuando lo necesitaron lo emplearon a fondo, bombardearon, mataron, cortaron manos, querían que el mundo entero supiera que lo que ellos querían eliminar era la posibilidad de pulsar una guitarra y de emitir un canto.


Hablamos del golpe en Chile, pero tenemos que registrar que en agosto de 1971 el general Banzer daba un golpe contra una manifestación extraordinaria de democracia popular en el Altiplano, al derrocar a un militar nacionalista en el gobierno y al disolver la Asamblea Popular constituida por las organizaciones obreras bolivianas. Si cito esto es porque es el antecedente del golpe militar de Chile; es el comienzo de una ofensiva política del imperialismo norteamericano contra las libertades en América Latina. Y en esta misma línea quiero citar el movimiento popular de características más vastas que haya habido en nuestro continente: el que se produjo del otro lado del charco, a fines de junio de 1973, cuando el cien por cien de los trabajadores de Uruguay ocuparon durante diez días todas las fábricas para oponerse al golpe militar uruguayo, poniendo de manifiesto que la clase obrera era la clase auténticamente de vanguardia a la hora de defender la democracia, y no los partidos establecidos, que pasaron a colaborar con la dictadura militar. Y de junio de 1973, del golpe en Uruguay, a septiembre de 1973, estamos a un paso. Hay que establecer la conexión de esta ofensiva continental y de esta lucha. Por eso, quiero aprovechar esta circunstancia, más allá del homenaje a Salvador Allende, para rendirle un homenaje a las masas de Chile, Uruguay y Bolivia.


Creo que hay una lección que sacar de todo esto: a la hora de defender la democracia, hay que organizarse y tomar las armas; hay que llegar hasta las últimas consecuencias.


En Chile, los trabajadores chilenos comenzaron un proceso de deliberación: se formaron los cordones industriales, se empezó, incipientemente, desde el fondo del pueblo, a buscar los caminos para impedir la tragedia. Y, lamentablemente, en defensa de un formalismo democrático puramente ilusorio, se dictó una ley de desarme de los trabajadores y de autorización al Ejército y a la Marina chilena para requisar a los obreros que estuvieran armados. ¡Qué error! Ahí estaba la simiente que elevó al hombre que después iba a enlutar al continente en Chile.


Y hagamos una valoración para nuestra Argentina. Fuera de una u otra manifestación popular, había un gobierno recientemente electo que cumplió con las formalidades de pronunciarse en defensa de la democracia, pero no desplegó ninguna actividad. No hubo ninguna acción. Y no la hubo porque los retoños de la Triple A, por esa época, ya estaban instalados también en la República Argentina; en septiembre, probablemente, pero con seguridad en febrero de 1974, con el golpe del jefe de policía de Córdoba contra el gobierno democrático de Obregón Cano y Atilio López, asesinado, al cual también rindo un homenaje.


Por último, es mejor que cada uno de nosotros rinda un homenaje y que en la versión taquigráfica quede registrada la posición de cada uno, porque no es posible que votemos una resolución que apoya al gobierno de Chile actual; el gobierno de la reforma laboral, el gobierno de las privatizaciones, el gobierno de la apertura, la entrega y la globalización.