Políticas

18/4/1995|444

Bordón y Alvarez encubren a la Iglesia

El régimen político del indulto, la obediencia debida y el punto final se ha lanzado a una nueva y repodrida amnistía: la de la jerarquía de la Iglesia Católica, cómplice de los asesinos de la dictadura.


La jerarquía eclesiástica tenía un conocimiento acabado del genocidio que la dictadura de Videla y Massera perpetró contra el pueblo argentino. Esta es la conclusión obligada de las denuncias de la esposa del periodista desaparecido Julián Delgado acerca del papel jugado por el entonces nuncio apostólico (embajador del Vaticano) Pío Laghi. En tanto que Menem y Alfonsín salieron a “absolver” al acusado, el significativo silencio de los clericales Bordón y Alvarez sólo puede entenderse a la luz de sus declaraciones anteriores: “el indulto, la obediencia debida y el punto final son cosa juzgada”.


Según la esposa de Delgado, Laghi tenía acceso a las listas de los desaparecidos que confeccionaban las distintas fuerzas y hasta fue consultado por el almirante Lambruschini sobre el destino que debía dar a cuarenta de ellos, detenidos en la ESMA. Laghi, dio un sólido respaldo al genocidio cuando  “Tres meses después del golpe militar, el 27 de junio de 1976, (Laghi) bendijo a las tropas del Ejército. ‘El país tiene una ideología tradicional —dijo— y cuando alguien pretende imponer otro ideario diferente y extraño, la Nación reacciona como un organismo, con anticuerpos ante los gérmenes, generándose así la violencia. Los soldados cumplen el deber prioritario de amar a Dios y a la Patria que está en peligro, agregó. No sólo puede hablarse de invasión de extranjeros sino que hay también invasión de ideas que ponen en peligro los valores fundamentales’ … Y concluyó terminantemente, dirigiéndose a los soldados: ‘Sigan ustedes las órdenes, con subordinación y valor, como dicen ustedes’” (Página 12, 15/4).


En marzo de 1977, la Conferencia Episcopal denunció a “las fuerzas del mal” que habían desatado “satánicos planes” contra “la ideología tradicional”; en la misma Conferencia Episcopal, monseñor Tortolo —vicario general castrense y por entonces presidente de la Conferencia— “hizo una defensa teológica de la tortura” (Página 12, 16/4). El Vaticano recompensó con un ascenso el paso de Laghi por Argentina: lo nombró nuncio en los Estados Unidos.


La jerarquía eclesiástica tuvo una activa participación en la represión. El obrero desaparecido Juan Martín denunció ante la Conadep que fue visitado por Laghi en su lugar de detención en Tucumán, y la esposa del desaparecido Gustavo Ponce de León Sarrabayrouse denunció que Laghi tenía en su poder una carpeta sobre el “caso” de su esposo, donde estaban las fotos —de su familia, de sus hijos, de su esposo— que  se habían llevado los secuestradores. Otros desaparecidos han denunciado en el juicio a las juntas la sistemática presencia de los capellanes militares en los campos de concentración de la dictadura y en las sesiones de tortura –algo que ha reconocido el obispo de Viedma, monseñor Hesayne, quien anunció que en la próxima reunión de la Conferencia Episcopal pedirá una investigación y la expulsión de los culpables. En su reciente confesión, el represor Scilingo denunció que sus superiores le informaron que la “práctica” de arrojar detenidos vivos al mar había logrado la “aprobación” de la jerarquía eclesiástica como un “método cristiano” y que, luego del primer vuelo, fue “reconfortado” por el capellán de su unidad naval. Monseñor Graselli, segundo del vicario general castrense y presidente de la Conferencia Episcopal en 1976, monseñor Tortolo, estaba encargado de reunir la información sobre los desaparecidos que le suministraban los vicarios y capellanes que la Iglesia tenía en cada una de las bases militares, y con ella conformó una “lista” en la que regularmente marcaba con una “x” a los desaparecidos asesinados por los grupos de tareas (ídem). Más todavía, la Curia porteña le vendió a los militares una isla en el Tigre donde se montó un “campo de concentración temporario”, que sirvió para ocultar a los todavía sobrevivientes de la ESMA durante la visita de la Junta Interamericana de Derechos Humanos en 1979.


La curia jugó, también, un papel fundamental —que sólo ella podía cumplir— en silenciar y ocultar las denuncias de la masacre formuladas por los familiares de los desaparecidos. Los obispos argentinos se negaron, en reiteradas oportunidades, a recibir —y todavía más a publicar— las listas de desaparecidos que les acercaban los organismos de familiares, y el propio Laghi impidió la realización de una entrevista de una delegación de “Madres” con el Papa, acusándolas de “comunistas” (Página 12, 16/4). Miembros prominentes de la Curia —como el monseñor Castagna— le negaron tajantemente a los familiares que los cadáveres que aparecían en las orillas del Río de la Plata o de la provincia de Buenos Aires fueran de los desaparecidos y otros —como monseñor Galán— amonestó públicamente al cura Federico Richards, que dirigía una publicación parroquial en la que denunciaba los crímenes y en cuya parroquia fueron secuestradas la monja francesa Alice Dumon y una decena de madres.


La curia fue, junto con el imperialismo y la gran burguesía argentina, el principal sostén político de la dictadura. “La Conferencia Episcopal comía con los torturadores y dejaba a la intemperie a las madres de sus víctimas … el arrepentimiento no alcanzó a quienes debe alcanzar, incluida la misma Conferencia Episcopal”, acaba de declarar monseñor Hesayne, miembro de la propia Conferencia. A confesión de parte …


Las denuncias se acumulan y todas desnudan la activa complicidad de la jerarquía eclesiástica en la masacre que los genocidas llevaron a cabo en nombre de la “fe católica”. Bajo la dictadura videliana, como en la guerra civil española o en la conquista de América, “la cruz y la espada” fueron un único y sanguinario enemigo de los pueblos.