Políticas

16/6/2005|904

Cada etapa tiene su propio punto final

La “inconstitucionalidad” de las leyes de punto final y obediencia debida ha sido saludada sin excepción por todos los partidos y dirigentes que votaron estas leyes hace dieciocho años. El único que se atrevió a hacer una defensa aguda de esta duplicidad fue el propio Alfonsín, que escribió en La Nación que esas leyes fueron tan necesarias y útiles, políticamente, en 1987, como lo es su anulación en la actualidad. En esta línea, evitó poner de manifiesto el carácter condicionado de los principios de justicia, que deben acomodarse a las necesidades del régimen político que domina. Cambió el “marco político”, dice: en 1987, el elenco de represores que se benefició de las leyes formaba parte activa del Ejército, de su cúpula y mandos intermedios, hoy se encuentran en ‘retiro’; la preservación del cuerpo de oficiales sigue asegurada. Pero más allá de esto, nada tienen que temer ahora los capitalistas que apoyaron el golpe y se beneficiaron económicamente con el gobierno militar; ni tampoco el clero; ni mucho menos el gobierno norteamericano. El aparato judicial encargado de hacer valer la inconstitucionalidad es de absoluta confianza de los poderosos. Todos los vinculados a la dictadura han sido legitimados en sus derechos adquiridos por los gobiernos democráticos de los últimos veinticinco años. Ahora la preservación de estos intereses pasa por la inconstitucionalidad, porque ella sirve para rechazar los pedidos de extradiciones de otros países y darle aire al gobierno de Kirchner, sin el temor de un ‘desborde’ en el plano político-judicial. Zaffaroni ya ha dicho, cuando salió el fallo que deja libre a Chabán, que el régimen judicial y el Código Penal victimizan ‘a los pobres’. El fallo refuerza políticamente al Poder Judicial, cuestionado por todos lados, cuando está a punto de dictarse sentencia sobre la pesificación de los depósitos y la limitación de causas que puedan girarse a la Corte a las estrictamente constitucionales (o sea que seremos gobernados por las cámaras de casación).


Las consecuencias jurídicas de la actual nulidad son variadas. Según el procurador de la Nación, los militares en condiciones de ser juzgados serían unos trescientos. Para una edad de unos cuarenta años al momento del golpe, un oficial o suboficial con alguna responsabilidad en la cadena de la represión tendría hoy al menos setenta años. Aunque la prescripción de las causas debería caer por tratarse de crímenes de lesa humanidad, “esa tipificación no es automática, y será motivo también de trasiego judicial” (La Nación, 15/6), es decir, de largos procesos. Una eventual condena conduciría en el mejor de los casos a la prisión domiciliaria “por edad avanzada”, si es que la muerte no sorprende antes al represor. Además, “sólo un pequeño porcentaje de los uniformados que serán involucrados permanece en actividad” (ídem, 15/6).


El fallo de la Corte deja virtualmente incólumes al Ejército y a la Policía, sin reparar que no habría podido haber terrorismo de Estado sin la existencia de aparatos jerárquicos y burocráticos manejados legalmente de acuerdo con el principio de la ejecución de órdenes; la absolución de los criminales del ‘gatillo fácil’ es una expresión de que la inconstitucionalidad del punto final no le pone punto final a esta continuidad del terrorismo estatal. La ex alfonsinista Elisa Carrió saludó el fallo porque permite a “los oficiales jóvenes, que no estuvieron implicados en la represión (…) trabajar en reconstruir las Fuerzas Armadas para ser reconocidas por el Estado y el pueblo” (ídem). El fallo de la Corte se compagina con esa rehabilitación política. El ‘carapintada’ Rico no se siente afectado esta vez, ahora sabe que los intereses políticos pasan por otro lado — las elecciones de octubre y la desintegración del peronismo.


La sentencia de la Corte no condena al terrorismo de Estado sino a los crímenes de lesa humanidad, como lo hace también toda la legislación internacional. O sea que admite que pueda haber crímenes de lesa humanidad por parte de otros que no son el Estado, por ejemplo una insurgencia nacional que apele al terrorismo, como ocurre en Irak, o a una lucha guerrillera, como es el caso de las imputaciones que el gobierno colombiano y Bush le hacen a las Farc. En función de esto numerosos columnistas están pidiendo que se aplique igual consideración a los Montoneros, ERP, ETA, etc. En manos del Estado capitalista, hasta los propios crímenes de lesa humanidad se convierten en el pretexto para no tipificar el terrorismo de Estado. Con esta ‘doctrina’ no habrá problemas para justificar el envío de tropas a Haití, o la eventual participación en operativos en defensa de la “democracia boliviana”, o sea en el rescate de Repsol, British Petroleum y Petrobras.


Ninguno de los dictámenes de los jueces de la Corte hace referencia a la necesidad de abrir los archivos de las Fuerzas Armadas y de otros aparatos de Estado, para hacer viable la anulación de la impunidad que permitieron el punto final y la obediencia debida. La revitalizada Corte Suprema tropieza con el mismo obstáculo que ha impedido clarificar el atentado a la Amia o la responsabilidad de Duhalde, Solá y gran parte del gabinete de Duhalde en los asesinatos de Puente Pueyrredón.