Políticas

27/11/2016

CFK, Un “homenaje” posmoderno a Fidel Castro


Cristina Fernández de Kirchner resolvió sumarse a la larga lista de semblanzas y evocaciones que han aparecido sobre Fidel desde la hora misma de su muerte. La ex presidenta intenta colocarse en el campo de quienes lo reivindicaron –en su caso, apelando al relato de una serie de encuentros que sostuvieron en La Habana, desde 2009.  Cristina destaca el carácter personal o familiar de esas reuniones, aunque sugiere una cercanía política con Castro.


Pero a la hora de sacar un balance histórico de Castro, la ex presidenta se pasa al bando de los denostadores de la revolución cubana, y hace propio el principal argumento de ellos. “Con Fidel –dice-  se fue el último de los modernos, el último de los líderes globales anteriores a la caída del Muro de Berlín”. (Página 12, 27.11).  La mención del Muro es significativa: en la visión de CFK, y de tantos otros,  la sobrevivencia de Fidel era la rémora de una etapa histórica concluida,  la de las revoluciones socialistas. Esta afirmación, que se han cansado de repetir todos los defensores del capitalismo desde que murió Fidel, es la que hace propia la ex presidenta. 


 


Modernidad


En un malabarismo retórico, Cristina califica a Fidel como el último de los “modernos”, oponiéndolo a la ambigua y voluble  “posmodernidad” que sería propia de los líderes presentes. El dislate histórico, en este caso, consiste en extender las características del movimiento filosófico y científico que precedió a la revolución francesa –y que moldeó el pensamiento del capitalismo en ascenso- a las expresiones de la descomposición capitalista en el siglo XX, signadas por la guerra, el despotismo y la opresión nacional.  Extender la “modernidad” a los De Gaulle, Kennedy o Nixon es un verdadero embellecimiento del imperialismo. Cuando Cristina incluye a Fidel en el podio difuso de esos “líderes globales”,  lo  mete en una misma bolsa con varios  enemigos de la revolución cubana. De esa manera, CFK evita tomar partido en la delimitación de campos que surcó al continente a finales de los años 50, entre la revolución y la contrarrevolución. Los defensores de una y de otra, en definitiva, serían todos “estadistas”. Viniendo de Cristina Kirchner, se trata también de una reivindicación del castrismo que ella frecuentó varias décadas después, y que aseguró un régimen de arbitraje personal en la isla mientras practicaba una convivencia diplomática con las experiencias nacionalistas o seudoprogresistas del continente, todas ellas hostiles a la expropiación del capital y a la expulsión del imperialismo.  Cristina  ha ensayado un homenaje “multipropósito”, que podría caberle bien a todos los públicos. Presenta una semblanza personal de Fidel,  a gusto de “La Cámpora”. Pero a la hora de las caracterizaciones políticas, entierra a Fidel en el mismo féretro donde acomodaron a la revolución socialista.  En este caso, a gusto de los Insfrán, Gioja o Massa.


                                        


Nostalgias de lo que no se ha vivido


La evocación de los tiempos anteriores a “la caída del Muro”, que CFK insinúa, es característica de los izquierdistas desmoralizados, que trazan un signo igual entre el stalinismo y la revolución socialista –y que consideran, por lo tanto, que el derrumbe de los estados obreros burocratizados terminó con el socialismo como perspectiva histórica. La ex presidenta, al decir de Manzi, siente “nostalgia de los barrios que han cambiado” (Sur). Pero a diferencia de aquellos izquierdistas, evoca a un “barrio” donde ella nunca vivió.   En los años de la caída del Muro,  los Kirchner se estaban acoplando al menemismo, asociándose con el remate de YPF a cambio de un puñado de regalías petroleras. Una década antes, en los años de la revolución nicaragüense (y la dictadura videliana), el matrimonio ejecutaba los desalojos impuestos por la usuraria disposición 1050. La comparación es aún más brutal a la hora de confrontar a la revolución cubana con la “década ganada”: cuando el gobierno norteamericano ordenó desabastecer de combustibles a la revolución, Fidel resolvió la expropiación de Texaco, Esso y Shell. Cristina Kirchner, en cambio,  respondió al vaciamiento de YPF reemplazando a Repsol por Chevron,  con la cual suscribió un acuerdo secreto y leonino para el país. La revolución cubana expropió los ingenios azucareros que pertenecían a los explotadores del Norte. CFK benefició con subsidios y protección política a Carlos Blaquier, represor de los cañaverales jujeños.


Cristina Kirchner lamenta los tiempos actuales, una posmodernidad opuesta a las “Ideas, programas, compromisos claros y precisos” que levantaban los “modernos” (Página 12, id). Pero en verdad, no hubo nada más posmoderno, “líquido” y voluble que el kirchnerismo, que pagó 200.000 millones de dólares y rescató al conjunto de la gran burguesía, mientras no vacilaba en envolverse en la retórica ´nacional y popular´.  Los “progresistas” o “nacionales” que asocian la desaparición física de Fidel a un final definitivo de las perspectivas socialistas podrán tranquilizar con ello a sus conciencias y derroteros actuales, que van de la mano del capital financiero. Pero sus “relatos” no resuelven las monumentales contradicciones que caracterizan al actual orden mundial. La pretensión de integrar a Cuba al capitalismo choca con una bancarrota internacional de características inéditas. Esa integración no podrá procesarse sin enormes choques y crisis sociales al interior de Cuba. Los trabajadores de la isla tendrán la última palabra. Para ello, recogerán el hilo conductor de las enormes conquistas de la revolución cubana; nunca la de los impostores continentales pródigos en “semblanzas” y retratos, pero vacíos de historia y perspectivas transformadoras.   


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