El Estado no es un “poder público”

El siguiente artículo fue solicitado por “Tiempo Argentino” y publicado en su número 0. Cómo este no es de difusión pública, lo compartimos con nuestros lectores.

La confrontación que ha suscitado la ley de medios no involucra solamente ideas sino, por sobre todo, intereses. La más notoria es la que se ha suscitado entre los monopolios de la televisión por cable, por un lado, y las telefónicas, por el otro. La posibilidad del ingreso de éstas a la televisión (triple play) fue eliminada, bajo presión, del proyecto oficial con la finalidad de obtener los votos necesarios del bloque que encabeza Solanas. En las audiencias públicas, el proyecto, que no contemplaba el servicio de telefonía para los monopolios del cable, fue calurosamente apoyado por las dos empresas que monopolizan el mercado y por la directiva de Foetra. La Presidenta dejó en claro que las intenciones originales del gobierno sólo habían sufrido una postergación, cuando aseguró que “no se podía tapar el cielo con un harnero”. La alternativa del triple play azuzó, de ahí en más, la pelea por el destino de la participación de Telecom Italia en Telecom Argentina, que el gobierno nacional cuestiona como “dominante”, con la intención última de que un grupo de la ‘burguesía nacional’ ocupe el lugar de los ítalo-hispanos (Telefónica ha adquirido una participación en un ‘holding’ que tiene un porcentaje importante de las acciones de TI). La Justicia brasileña, sin embargo, acaba de decidir que la participación de los españoles en TI no es determinante.

Un acuerdo reciente para ofrecer el triple play entre Telefónica y Telecom de Argentina, por un lado, y Direct TV, por el otro –desbaratado luego en sede judicial– ha sido una nueva demostración de la enorme disputa que se desarrolla para acaparar el mercado de mayor desarrollo potencial en los próximos años. Una modificación a la ley de telecomunicaciones podría servir como alternativa al frustrado intento de las telefónicas de ingresar al mercado televisivo.

Este aspecto de la disputa ‘mediática’ ha sido convenientemente dejado de lado por los protagonistas de ambos lados, que lo reservan para el chismerío conspirativo de ‘la prensa especializada’. Pero hay otro aspecto, aún más decisivo, que ha sido ignorado, en especial en los círculos políticos y académicos. Nos referimos al carácter histórico del Estado y a su naturaleza de clase. El Estado es presentado en este debate como el “poder público” y hasta como un factor de “democratización”. Algunas tesis en danza van más allá y desalojan al “poder” para que lo ocupe el “espacio” (público), en una hábil predistigitación que ‘desestatiza’ la intervención del Estado, cuya intervención se reclama.

Es imposible desconocer, sin embargo, que bajo la apariencia de una esfera que opera por arriba de la sociedad, la función histórica del Estado es proteger las relaciones sociales existentes. Esta función no queda atenuada sino, por el contrario, reforzada, cuando una crisis social de proporciones fuerza al Estado a introducir alteraciones de considerable importancia en el orden social con el objetivo de preservarlo. En su calidad de representante activo de la clase dominante, el Estado advierte con mayor anticipación la necesidad de neutralizar la presión de las clases dominadas por medio de represión y concesiones. El Estado se manifiesta, se podría decir, ‘dialécticamente’. En América Latina tenemos ejemplos excepcionales de este tipo de dominación, conocida genéricamente como bonapartismo. La crisis capitalista mundial en curso se encargará, de aquí en adelante, de hacer la demostración de la función de este tipo de regímenes políticos especiales, como ya ocurrió en el pasado. Lejos de ser un factor de ‘democratización’ o partero de una suerte de ‘espacio público’, la intervención del Estado en la prensa y en los medios refuerza, en última instancia, uno de los aspectos fundamentales de la dominación política del capital: el monopolio ideológico y la manipulación política. En esto supera, en condiciones de crisis, la capacidad de los monopolios privados de los medios pues, a diferencia de ellos, es la expresión práctica, institucional de la burguesía en su conjunto y está motivado por la obligación de asegurar para sí el monopolio de la fuerza y de la violencia –mucho antes de la necesidad de valerse de ellas. La sustitución del vocablo Estado por la expresión “poder público” o “espacio público” es un caso de manipulación del lenguaje que debería provocar la vergüenza de quienes se han proclamado sus custodios. Las iniciativas del oficialismo en materia de prensa, expresión y medios refuerzan el monopolio privado de la información (mantienen a los existentes e introducen a los monopolios telefónicos), el control ideológico los medios estatales y de aquellos que operan con su apoyo económico.

Entonces, ¿qué? El monopolio capitalista de los medios de producción adquiere otro nivel cuando se trata del monopolio de la producción de ideología –pues se enseñorea, no sólo de los cuerpos mismos, sino de las conciencias de esos cuerpos. La libertad social en sus términos más amplios es incompatible con el Estado, plantea su disolución y, por lo tanto, el fin de las relaciones sociales que exigen un aparato de violencia para su protección.

En el camino hacia este objetivo, sin embargo, hay mucho por hacer. Luchar, por ejemplo, por un estatuto del periodista que proteja su libertad de pensamiento frente a la patronal y al Estado, y que impida sanciones y despidos por esta causa –el recurso usado con más frecuencia por los principales medios. La ley de medios no contempla, sin embargo, esta defensa del periodismo. Una conquista de este tipo, como lo son todas las conquistas obreras, representa una suerte de negación del Estado dentro de los marcos del Estado, o sea una transición política. Otra medida es asegurar en los medios estatales y privados la pluralidad de ideas políticas, culturales, sindicales de acuerdo al peso que ellas tienen en la sociedad, pero no las clericales (que la ley de medios sí protege) porque emanan de una corporación cerrada, ajena a toda forma de escrutinio social. Si un medio es manejado por una organización de derechos humanos o un sindicato, debe asegurarse la presencia allí de todas las corrientes de ese sindicato y, en el otro ejemplo, de todas las organizaciones de derechos humanos y de todas sus corrientes. La ausencia de estos derechos y garantías en el marco legal prueba que los ‘espacios privados’ como los ‘espacios públicos’ (con los que se disfraza la intervención del capital y del Estado en los medios) son, en definitiva, herramientas de regimentación ideológica.