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30/7/2009|1093

EXCLUSIVOS DE INTERNET | La llegada del hombre a la Luna

Un episodio de la carrera armamentística

Tal como imaginara el escritor francés Julio Verne 104 años antes en su novela De la tierra a la Luna, el 20 de julio de 1969 un hombre, el comandante Neil Armstrong, pisaba por primera vez la superficie lunar y describía el acontecimiento con una frase: “Un pequeño paso para el hombre, pero un gran salto para la humanidad”. Frase que pasaría a la historia en tanto justificaba la empresa espacial en sí misma como una “victoria del conocimiento”, “un avance de la ciencia y la tecnología” y “el inicio de una nueva era”. Cuarenta años después corresponde volver a preguntarse si esos eran los objetivos de quienes se empecinaron por llegar cuanto antes al desolado satélite natural.

“Hay que alcanzarlos…”

En realidad, todo comenzó allá por 1957 cuando, en plena “guerra fría”, la URSS lanzaba el Sputnik I y de esa manera ponía por primera vez un objeto en órbita alrededor de la Tierra. Luego le siguieron la perra Laika y el cosmonauta Yuri Gagarin, quien en 1961 se convertía en el primer hombre en viajar al espacio. Con esto, los soviéticos mostraban al mundo que llevaban la delantera en el desarrollo de cohetes que podían transportar humanos al espacio exterior y, llegado el caso, también llegar a cualquier punto de la tierra pero con ojivas nucleares. De ahora en más, la Casa Blanca tendría una obsesión: Alcanzarlos, no sólo había que alcanzar los logros de la URSS sino mostrar la supremacía de los Estados Unidos y del libre mercado. Fue entonces que en 1961 el presidente Kennedy dio su famoso discurso en el Congreso: “Este país debe comprometerse a alcanzar el objetivo, antes del fin de esta década poner al hombre en la Luna y traerlo otra vez a la Tierra”. De esta manera quedaba inaugurada la famosa “carrera espacial”, que no era otra cosa que una atemorizante carrera armamentística.

El proyecto Apolo

Para junio de 1960, la Administración Nacional de la Aeronáutica y el Espacio (Nasa) anunciaba el inicio del Proyecto Apolo, que era la unión de otras dos investigaciones que ya se venían realizando. El objetivo inicial era el sobrevuelo de astronautas alrededor de nuestro satélite, destinados a localizar una zona de alunizaje para conseguir un vuelo a la Luna. Pero los planes iniciales se vieron modificados en 1961 con el anuncio del presidente John F. Kennedy. Para esa altura, la CIA ya había informado que los soviéticos tenían intenciones de llegar a la Luna. Entonces, el sub director de la Nasa, Hugh Dryden, recomendó al Presidente: “Mejor sería anunciar un programa de choque de la Magnitud del Proyecto Manhattan, que había producido la bomba atómica” (Clarín, 21/7).

En febrero de 1962, el proyecto Apolo daba sus primeros pasos y lograba poner en la órbita terrestre a un hombre, John Glenn. Mientras tanto, los rusos continuaban en la delantera y el 3 de febrero de 1966 hacían alunizar a la sonda Luna 9. Fue el primer objeto construido por el hombre en posarse suavemente en otro cuerpo celeste. Tan sólo tres meses después, los norteamericanos lograban el mismo objetivo con la Surveyor 1. En los años siguientes la carrera adquiriría una vertiginosidad inusitada. La brecha se acortaba y para diciembre de 1968 los norteamericanos tomaban la delantera al poner una nave en la órbita de la Luna con tres hombres adentro. Finalmente, en julio del ’69, llegaría el Apolo XI y las caminatas lunares de Armstrong y Aldrin. A esta altura, la demostración de fuerza le había costado al pueblo norteamericano la friolera 25.400 millones de dólares, el equivalente a 150.000 millones de dólares actuales.


¿Y el gran salto?

Sin embargo, para finales de la década no todo era color de rosa para la Casa Blanca. El gasto militar de los Estados Unidos había aumentado como nunca antes, mientras se avecinaban los nubarrones de una nueva crisis económica mundial. El empantanamiento en Vietnam le estaba costando unos 30 mil millones de dólares anuales. La guerra estaba siendo financiada con las reservas de oro, para entonces sólo a la mitad de su record de después de la Segunda Guerra Mundial. Por otro lado, el carácter cada vez más antipopular que adquiría la guerra había producido, un año antes, las movilizaciones callejeras más masivas de la historia estadounidense. Infructuosamente el gobierno de Nixon utilizaría la empresa espacial para tratar de levantar una moral patriótica que estaba por el piso.

Es verdad, se había logrado el objetivo, Estados Unidos había puesto al hombre en la Luna antes que los rusos ¿y ahora qué? En los años siguientes, el presupuesto de la Nasa caía de 5.000 a 3.000 millones de dólares. Eran tiempos difíciles y las décadas de expansión fiscal habían dejado un déficit colosal en las arcas públicas. Ahora lo que importaba era salvaguardar los negocios capitalistas antes que mostrar la superioridad científica del “mundo libre”.

La “carrera espacial” de los años ’60 produjo, en realidad, una sofisticación de la industria armamentista sin precedentes en la historia de la humanidad. El desarrollo de los cohetes y de la tecnología nuclear podían hacer desaparecer a la raza humana de la faz de la tierra en cuestión de minutos. El objetivo de la Luna, en definitiva, no tenía relevancia militar táctica alguna. ¿Y relevancia científica? Nos atreveríamos a decir que muy poca (“apenas un paso”) porque como señaló el científico creador de los cohetes y ex nazi, Wenher von Braun (Tom Wolfe, The New York Times, 21/7), “la Luna no era más que un satélite de la Tierra. La gran aventura sería la exploración de los planetas (…) Aquí en la Tierra vivimos en órbita alrededor del Sol, una estrella ardiente que algún día se quemará, con lo cual nuestro sistema solar se volverá inhabitable. Por lo tanto, debemos construir un puente a las estrellas porque somos las únicas criaturas sensibles del universo. ¿Cuándo empezamos a construir ese puente de estrellas? En cuanto podamos y éste es el momento.”

Sin embargo, luego vendrían las reducciones presupuestarias y la ola de despidos en la Nasa. Cientos de ingenieros expertos serían desplazados de sus puestos para mediados de los años ’70. Actualmente, la porción del presupuesto estatal que se le asigna a la Nasa es del 0,6% mientras que en los años ’60 era del 4% (Reuters, 21/7). Una vez más, la ciencia encontraba los límites que le imponían las condiciones históricas en las que se desarrollaba. El gran salto que imaginó Armstrong nunca llegó. Lejos de un mundo dominado por el conocimiento científico y el progreso indefinido, hoy, 40 años después, aquí en la Tierra, lo que domina a sus habitantes es en una lucha encarnizada por la subsistencia y las necesidades más elementales, que nos hace retrotraer a los momentos más primitivos de la existencia humana.

Diego Bruno