Políticas

16/3/2006|937

Fractura entre encubridores


El encubrimiento entre los encubridores del caso Amia ha sufrido otra fractura interna tras la renuncia del último encargado de la investigación, Alejandro Rúa, quien ha denunciado con todas las letras (La Nación, 26/2) que el nuevo ministro de Justicia, Alberto Iribarne, continúa el proceso de ocultamiento y distorsión de pruebas seguido hasta ahora por el Estado argentino y por los organismos de la comunidad israelita en el país. Rúa fue prudentemente transferido a otra área del Ministerio de Defensa, pero Iribarne no toleró siquiera eso y decidió su desplazamiento, con lo cual se produjo el contrasentido inédito de que un ministro eche de la administración pública a un funcionario que se encuentra bajo dependencia de otro ministerio.


 


Semejante escándalo ha fracturado incluso a la Daia y a la Amia. Los primeros defienden a Iribarne y los segundos, tibiamente, hacen lo propio con Rúa. Entretanto, Iribarne se ha permitido reemplazar a Rúa por un funcionario de su propia cartera, el secretario de Política Criminal, Alejandro Slokar.


 


Según Rúa, el ministro de Justicia frena las investigaciones para salvar de algún modo al ex juez federal Juan José Galeano y a quienes fueron sus fiscales, Eamon Muller y José Barbaccia. Ellos, durante once años, se dedicaron al armado de todo un entretejido de pruebas falsas con la complicidad de la Daia, de la propia Amia, de la Embajada norteamericana y hasta del Estado de Israel. También, dice Rúa, se quieren atemperar las responsabilidades de otro juez, Claudio Bonadío, encargado en su momento de indagar las irregularidades de Galeano y compañía.


 


La continuidad menemista


 


La denuncia de Rúa produjo un pequeño terremoto político —si bien el desarrollo de las cosas puede transformarlo en una crisis de magnitud impredecible— por proceder de un funcionario oficial, pero de modo alguno puede sorprender. Iribarne, ministro de Justicia de Kirchner, fue viceministro del Interior de Carlos Ruckauf y de Carlos Corach durante el gobierno de Carlos Menem, de modo que la continuidad del encubrimiento llega por sí, mientras mejoran a ojos vista los vínculos de Casa Rosada con los “jueces de la servilleta”. Por ejemplo, si Bonadío no fue a parar a la Comisión de Acusación del Senado, donde habría resultado difícil impedir su juicio político, debe agradecérselo especialmente a los consejeros kirchneristas Miguel Pichetto y Joaquín Da Rocha, que le sacaron las castañas del fuego.


 


Así, el gobierno “nacional y popular” protege una cantidad de negocios demasiado sucios para ser develados; por ejemplo, las ventas de armas e incluso de material nuclear a países de Medio Oriente que desataron en su momento una guerra de mafias internacionales. Una de las víctimas de esa guerra fue el hijo de Menem, asesinato encubierto hasta por su propio padre: digamos, sólo al pasar, que en los pocos restos que pudieron rescatarse de aquel helicóptero (¡la mayor parte fue vendida como chatarra!) los peritajes encontraron 17 impactos de proyectiles calibre 7,63.


 


Por eso, en la llamada “causa Amia” debió urdirse toda esa trama que derivó en una farsa de juicio, con todo el mundo absuelto —cosa que se sabía desde el primer día, ya que las acusaciones no tenían en qué sostenerse— tras una década de inventar culpables “políticamente correctos”, como Irán (uno de los “ejes del mal” tanto para Washington como para Israel), inventos absurdos como el inexistente “terrorista” libanés Ibrahim Hussein Berro o la responsabilidad en el hecho del grupo Hezbollah, que jamás actuó fuera de la franja de Líbano ocupada por el ejército israelí y nunca dejó de hacerse públicamente responsable de cada una de sus acciones.


 


También por eso, al decir de Rúa, “aquí existió una asociación ilícita que desde 1995 quiso darle una solución falsa al caso y para ello cometió diversos delitos, como extorsionar testigos, sustraer fondos públicos, detener personas ilegalmente y tergiversar datos” (ídem anterior).


 


En cuanto a la intervención en ese entramado de las organizaciones israelitas argentinas, queda a la vista, otra vez, la veta profundamente antisemita del sionismo, a cuyas entidades poco importa la situación de los judíos en el mundo; en cambio, sólo intentan seducirlos para que se radiquen en Israel, Estado opresor y militarista por definición.


 


El caso Amia sólo tendrá una oportunidad de aclararse, con todas las dificultades que eso implica después de once años de falsedades, si, tal como exige Apemia, se constituye una comisión investigadora independiente de toda esa charca y se abren de una vez los archivos de la Side, cosa que el gobierno argentino niega sistemáticamente. De ahí saltará toda la porquería.