Políticas

12/4/2006|941

Kirchner vuelve a privatizar los teléfonos


 


Entel fue privatizada en noviembre de 1990 en condiciones leoninas. A diferencia del resto de las privatizaciones —que consisten en concesiones por un período determinado— en el caso telefónico se transfirió la propiedad de los activos de Entel, lo que le daba a un carácter “eterno” a la privatización.


 


Entel fue vendida en una cifra irrisoria: 3.536 millones de dólares. En los diez meses previos a la privatización el pulso telefónico aumentó siete veces, a valor dólar: pasó de 0,47 a 3,81 dólares. Pero como las condiciones de la venta estaban fijadas con un pulso a 0,47 dólares, resulta que Entel fue entregada a precio de regalo.


 


En esos mismos meses previos, la deuda de Entel creció en 2.000 millones de dólares (cuya contrapartida fue la adquisición de activos o la mejora de la posición de la tesorería de la empresa). Dado que Entel fue vendida sin deudas (que fueron absorbidas por el Estado), este endeudamiento significó valorización adicional de la empresa (que no se reflejó en el precio pagado por ella).


 


En los contratos originales, las tarifas estaban indexadas por la variación de precios. Con la “convertibilidad”, las tarifas fueron “dolarizadas” y pasaron a indexarse por la inflación norteamericana (mayor a la argentina). En 1997, el “rebalanceo” de las tarifas les permitió reducir las tarifas de las llamadas internacionales y aumentar las locales. De esta manera, los pulpos se preparaban para la futura “desregulación”, dificultando las condiciones de ingreso de potenciales rivales en el segmento de las comunicaciones internacionales, el más expuesto a la competencia.


 


Las tarifas telefónicas privatizadas fueron las más altas del mundo. Una “canasta telefónica básica” insumía el 2% del salario industrial promedio en España, el 2,5 en Francia y el 6,1% en Argentina. Los beneficios de las privatizadas, en consecuencia, fueron espectaculares (6.000 millones de dólares entre 1991 y 1999), lo que permitió la amortización del desembolso inicial en apenas tres años.


 


La rentabilidad promedio de las telefónicas (sobre su patrimonio neto) fue del 13% anual entre 1991 y 1999; la rentabilidad promedio de las mayores cien empresas argentinas (excluidas las privatizadas) fue, en el mismo período, de 3,4%. Estos beneficios no tenían paralelo a nivel internacional: la rentabilidad promedio de las telefónicas argentinas triplicó la de las diez mayores telefónicas del mundo (incluidas las propias casas matrices de Telefónica y Telecom). Su condición monopólica les permitió a las telefónicas mantener estas tasas de rentabilidad incluso después del comienzo de la recesión de 1998.


 


Las telefónicas se libraron a una política de despidos masivos: entre 1990 y 1998, la dotación de personal se redujo a la mitad. Con los salarios congelados, la participación de los trabajadores telefónicos en el valor generado por las telefónicas cayó un 34%. Esto permitió incrementar la productividad, entre 1993 y 2000, en un fenomenal 9% anual acumulativo (más del doble de las principales empresas argentinas). El aumento de la productividad les hubiera permitido, sin alterar sus márgenes de beneficio, elevar los salarios y reducir las tarifas. Las telefónicas no hicieron ni una cosa ni la otra.


 


Las telefónicas llevaron adelante una política sistemática de saqueo de los recursos nacionales. Distribuyeron como dividendos una porción inusualmente elevada de sus utilidades (el 75%), que era regularmente remesada a las casas matrices. Los beneficios no fueron reinvertidos; las inversiones se llevaron a cabo con deuda externa (en su mayor parte, con sus propias casas matrices). El endeudamiento externo fue utilizado para reforzar las condiciones monopólicas en que operaban las empresas y, en una parte sustancial, para realizar operaciones financieras de corto plazo (que inmediatamente volvían como “dividendos” a las casas matrices).


 


Al mismo tiempo, el desarrollo de la telefonía celular —totalmente desregulada— daba a las telefónicas una fuente nueva y creciente de beneficios.


 


Gracias a las elevadísimas tarifas y al virtual monopolio, la operación de las telefónicas continuó siendo rentable luego de la devaluación del peso. El quebranto producido por las deudas externas que habían acumulado era puramente “contable” puesto que esas deudas habían sido contraídas con las casas matrices, que habían acumulado en los años previos fenomenales reembolsos por dividendos.


 


La “emergencia económica”


 


Después de la devaluación, el gobierno de Duhalde dictó la “ley de emergencia económica”, que establecía la pesificación, desindexación y congelamiento de las tarifas de las empresas privatizadas (que no regía para la telefonía celular por tratarse de un servicio “desregulado”). La ley establecía, además, la “revisión de los contratos de privatización”.


 


La ley fue saludada como un instrumento para limitar e, incluso, dar marcha atrás con las privatizaciones del menemismo. Incluso, apoyándose en esta ley, “hace tres años, el secretario de Comunicaciones prometió revisar la ley de telecomunicaciones que, hasta ahora, les reconoce la propiedad de la red de telefonía fija” (La Nación, 16/2). Los partidarios del gobierno reivindicaron la negativa de Kirchner a entrevistarse con los directivos de Telefónica de España y de Telecom de Francia durante algunos de sus primeros viajes a Europa como un síntoma de la “dureza” con que el nuevo gobierno encaraba la “renegociación” telefónica.


 


Poco antes de asumir Kirchner, el Instituto de Estudios y Formación de la CTA publicaba un trabajo en el que se planteaba la necesidad “primera e insoslayable” de extender la vigencia de la “ley de emergencia” en sus artículos referidos a las privatizadas. Afirmaba la necesidad de “revisar” las privatizaciones dado que “parte sustantiva de las mismas se encuadran en la ilegalidad y en la ilegitimidad de las condiciones acordadas”.


 


“Se torna imprescindible —decía la CTA— la revisión integral de todos los incumplimientos empresarios registrados en el transcurso de los años 90, en particular aquellos que justificarían la posible caducidad o rescisión de los respectivos contratos”. El documento de la CTA concluía que “antes de encarar cualquier propuesta vinculada con la problemática regulatoria, se torna indispensable la revisión de todo lo actuado (…) la misma debería retrotraerse al inicio de la actividad de cada una de las empresas (…) de forma de identificar todos los incumplimientos, ilegalidades y conductas que presupongan haber contravenido los propios marcos regulatorios, el abuso de posición dominante, el ejercicio de prácticas desleales y/o anticompetitivas. Recién después de haber avanzado en este terreno, se contará con suficientes elementos de juicio para avanzar en la mencionada redefinición del entramado normativo y regulatorio con los servicios públicos” (“Asignaturas pendientes para una nueva administración de gobierno. La regulación de los servicios públicos”).


 


La firma de los recientes contratos por parte del kirchnerismo significa la renuncia total y completa a cualquier “revisión” de los contratos telefónicos y del marco jurídico de la privatización y, en consecuencia, la adopción como propios de los “ilegales” e “ilegítimos” contratos firmados por el menemismo.


 


Con la firma de estos convenios, Kirchner liquidó de una vez y para siempre las posibilidades de un desarrollo nacional de las telecomunicaciones (y, en particular, las ilusiones de que este desarrollo nacional pudiera tener lugar bajo su gobierno). Las telefónicas han impuesto, hasta aquí, la totalidad de sus reclamos esenciales, en primer lugar la vigencia de las condiciones de la privatización y de su propiedad sobre los activos de la ex Entel. La verborragia sólo sirve para encubrir la continuidad de la vigencia de la política privatizadora del menemismo.


 


Queda por delante el establecimiento de un nuevo “marco regulatorio”, es decir de las condiciones en que deberán prestar sus servicios las empresas privatizadas. El acuerdo firmado en marzo, en las condiciones que reclamaban las privatizadas, y la renuncia del kirchnerismo a las sanciones y multas por incumplimiento de los contratos vigentes, son un anticipo de que el “marco regulatorio” no alterará la posición de las telefónicas.