Políticas

15/8/2002|767

La agricultura es rehén de un puñado de monopolios

La devaluación del peso hizo estallar la dependencia en que ha caído la agricultura argentina respecto de Monsanto, Cargill y el puñado de monopolios proveedores de semillas genéticamente modificadas, herbicidas y fertilizantes.


Estos pulpos lograron que el gobierno de Duhalde “dolarizara” las deudas que los productores agrícolas mantienen con ellos, lo que plantea la perspectiva de una masiva quiebra rural. Desconociendo la resolución oficial, la Sociedad Rural instruyó a los productores a “pagar las deudas 1 a 1 o no pagarlas” (El Cronista, 18/7). En represalia, los pulpos amenazan con no entregar semillas e insumos para la próxima campaña, lo que haría desaparecer, de la noche a la mañana, el “boom agrícola” de los últimos años. La disputa es tan aguda que Duhalde no se presentó en la exposición anual de la Rural por el temor a las chiflatinas de los deudores dolarizados.


En el cuadro de esta disputa, La Nación (25/7) publica una nota de opinión titulada “La Argentina transgénica” que denuncia las consecuencias económicas, ecológicas y sanitarias de la masiva introducción de la biotecnología y los agroquímicos en la producción agrícola. Su autora, Malena Gainza, es una productora agropecuaria y ama de casa.


En la última década, en Argentina se produjo un importantísimo crecimiento de la producción agrícola como consecuencia del “avance del cultivo de soja en la zona maicera, el inicio de la biotecnología (y) la adopción paulatina de la siembra directa (con un vertigionoso aumento del uso de fertilizantes y agroquímicos)”. El reemplazo del maíz por la soja, “antes un cultivo caro y restringido a las mejores agrícolas”, sólo fue posible gracias a la creación de una variedad de semillas genéticamente modificadas (que permitía cosecharla en tierras de menor calidad) y a la aparición de un poderoso herbicida, “baratísimo en relación a los herbicidas europeos indispensables para cultivar la soja tradicional”. Tanto la semilla como el herbicida son producidos por un único laboratorio norteamericano.


Gainza describe el proceso económico que siguió: el aumento de la producción fue más que compensado por la caída de los precios y el vertigionoso aumento de los costos de producción. “Producimos más para ganar menos (…) los únicos ganadores en este negocio fueron el laboratorio estadounidense que proveyó la semilla y el herbicida, los ganaderos del hemisferio norte que obtuvieron proteína vegetal barata para alimentar su ganado y los agricultores del norte que pudieron destinar sus tierras a cultivos más rentables”.


El enfoque nacionalista de la autora (el “norte” contra el sur”), sin embargo, distorsiona las tendencias dominantes en la agricultura. El mismo proceso que describe en nuestro país se reproduce en Estados Unidos. Allí, en los últimos veinte años, se ha formado un puñado de trusts alimentarios – Cargill, Conagra, Archer Daniels – que “monopolizan el 49% de la producción de pollos, el 79% de la carne vacuna y el 57% de la porcina, el 62% de la producción de harina y el 80% de la soja” (Le Monde, 12/6).


Tanto en el “sur” y en el “norte”, la actividad agropecuaria se está convirtiendo en una rama secundaria de la industria química y farmacéutica; la masiva utilización de agroquímicos y semillas genéticamente modificadas transforma a los productores agropecuarios en virtuales “tercerizadores” de los grandes pulpos industriales. Por eso, en una explotación rural norteamericana, una tasa de beneficio del 3% es considerada como “excepcionalmente alta” mientras que la tasa media de beneficio de un pulpo como Cargill, por ejemplo, ronda anualmente el 25% (Le Monde, 12/6).


Tampoco es exactamente cierto que los alimentos genéticamente modificados se utilicen en el “norte” para alimentar exclusivamente al ganado mientras que en el “sur” se los destine a la alimentación humana. Los pulpos biotecnológicos, entre los que se encuentran importantes laboratorios europeos, vienen realizando una sistemática campaña para “abrir” los mercados europeos a sus productos. En este terreno, obtuvieron una significativa victoria en la última “cumbre alimentaria” de junio pasado en Roma: allí, con el voto de los europeos, se aprobó una resolución que establece la “promoción de la utilización de la biotecnología y de las semillas genéticamente modificadas” (Le Monde, 12/6).


La articulista de La Nación denuncia que la utilización de agroquímicos destruye los suelos (lo que constituye un gran negocio para los laboratorios porque obliga a utilizar fertilizantes en cantidades crecientes), contribuye al efecto invernadero y a las inundaciones. La destrucción del medio ambiente y de la diversidad biológica (los herbicidas eliminan bacterias indispensables para el mantenimiento de la tierra), no sólo es un “costo adicional” para los productores: es, por sobre todo, una manifestación de las tendencias depredadoras del capitalismo, exacerbadas por el monopolio y la crisis.


Pero la principal destrucción ecológica es sobre la propia vida humana: “Ya fue probado, dice Gainza, la potencialidad alergénica, teratogénica (malformación del feto en el embarazo) y cancerígena de los agroquímicos europeos aplicados en el cultivo de soja tradicional”. La enfermedad es también un negocio para los grandes laboratorios integrados, como Bayer, que produce tanto agroquímicos como remedios.


¿Quién va a impedir la utilización de agroquímicos nocivos y alimentos enfermantes? ¿Los Estados imperialistas que defienden a los monopolios agroquímicos y que, como en la resolución de Roma, reclaman su “promoción”? ¿Los Estados de los países atrasados que, como demostró Duhalde con la “dolarización” de las deudas agroquímicas, son simples peones de los monopolios?


La preservación de la salud humana por sobre los beneficios de los monopolios plantean la necesidad de establecer el control obrero de la industria química y alimentaria. Las consecuencias de la “bioagricultura” sobre la salud humana y sobre el medio ambiente cuestionan, en última instancia, a todo el régimen social y político.