Políticas

27/10/2005|922

Masacre en el penal de Magdalena

Una política de exterminio


Las leyes de “mano dura” de Ruckauf, Blumberg y Kirchner, y la propuesta de Macri: “Que las puertas de nuestras casas estén abiertas porque las cárceles están bien cerradas”, estallaron en masacre en el penal de Magdalena, la U28, donde las puertas se cerraron muy bien y adrede, mientras se incendiaba el pabellón 16 hasta dejar a “los pibes como cocinados”, según uno de los testigos. Así murieron por asfixia 33 internos, en una especie de siniestra “solución final” que entremezcló la insoportable situación de las cárceles argentinas con la corrupción, ya salida de madre, de los servicios penitenciarios.


 


“Soy el primer responsable”, declaró demagógicamente Felipe Solá, y tiene razón. El y su ministro de Justicia, Eduardo Di Rocco, admitieron tiempo atrás que entre 1993 y 1996 el Servicio Penitenciario Bonaerense (SPB) compró picanas y escudos eléctricos; esto es, que la tortura a los presos es permitida y promovida por el gobierno provincial.


 


También son promovidas por los servicios penitenciarios, en Buenos Aires y en todo el país, las peleas entre presos y los motines: se trata de un modo atroz, de imperio del terror, de resolver “internas” que permitan obtener salidas para delinquir (recuérdese, por ejemplo, el desarmadero de autos robados que funcionaba en un taller del ex penal de Caseros, porque aquí sucedía lo mismo o peor aún). En Magdalena se sabe que los permisos para salir a trabajar se venden y, muchas veces, no son más que permisos de salida para robar en beneficio de “las gorras”. De eso dependen los informes del servicio penitenciario que luego hacen que un preso consiga la libertad condicional o siga en “la tumba”. Y el que habla es hombre muerto.


 


Empero, como se pudo conocer, en la masacre de Magdalena ni siquiera hubo motín ni pelea alguna. No se encontraron armas ni hubo pabellones tomados. Ninguno de los muertos presenta heridas de pelea. Muchos internos mencionan el apellido de un tal Lemos, un jefe de requisa que cerró un candado para dejar a la gente atrapada en ese pabellón 16 cuando ya se incendiaba. El director del penal, el evangelista Daniel Tejada, decía que quería hacer de Magdalena una cárcel “modelo”. Su fracaso se ha hecho trágicamente evidente, siempre que la masacre no haya sido organizada ex profeso para voltearlo, como en efecto sucedió.


 


Además, los bomberos tardaron más de dos horas en llegar al sitio de la masacre. Más tarde, dijo otro testigo, se amontonaron cuerpos “como basura”, los cadáveres con otros que aún vivían y fueron abandonados. Las primeras pericias demostraron rápidamente que las puertas se cerraron por fuera —es decir, no por los presos— y los internos no pudieron, como en un primer momento mintió el servicio penitenciario, trabarlas con camas, puesto que éstas se encuentran clavadas a la pared. Fue, sencillamente, un asesinato en masa.


 


Estos crímenes se ven facilitados por el hacinamiento, porque las leyes represivas, en su mayoría inconstitucionales, violatorias de garantías básicas, multiplicaron por tres la población carcelaria en los últimos diez años mientras la inseguridad no hace más que empeorar, incentivada en primer lugar por la propia policía. En 2004 ya había en Buenos Aires 29.793 presos —5.441 de ellos amontonados en comisarías, un 149 por ciento más que en 1994. De ellos, el 89 por ciento están encarcelados sin condena. Por eso hace una década se declaró la emergencia carcelaria, vinculada entonces con el negocio de la construcción de penales privados.


 


Ese estado de cosas hace que la violencia sea el único mecanismo de control, el ámbito criminógeno donde se desarrolla el régimen delictivo que impera en las cárceles. Esa violencia, directamente vinculada con la corrupción de los servicios penitenciarios, se ve propiciada por las autoridades carcelarias y por los gobiernos. Así, sólo en 2003 murieron violentamente en la provincia de Buenos Aires 139 presos, y en ese año hubo 3.339 heridos, nueve por día, muchos de ellos por torturas y golpes (los “toques”, como dicen los carceleros).


 


Entretanto, en los dos años últimos se ha producido, en promedio, un motín cada 17 días. Los servicios penitenciarios se han convertido en enormes asociaciones ilícitas que, además, muchas veces pierden el control de los hechos que promueven.


 


En Magdalena, según denuncian los internos, funcionan por lo menos un armadero de autos con repuestos robados y una carpintería comercial clandestina. En un lugar y en el otro se usa trabajo esclavo de presidiarios. Uno de ellos, apodado El Oso, dice (Página/12, 18/10): “Quiero salir vivo de aquí, nada más”.


 


Por cierto, ése es el objetivo de máxima para cualquier persona encerrada en un campo de exterminio.


 


Esta situación ya es, por no ir más lejos, humanitariamente inadmisible. Urge disolver esas bandas armadas que son los servicios penitenciarios y revisar ya mismo un régimen penal que mantiene detenidas, arbitrariamente, a decenas de miles de personas que deberían presumirse inocentes.