Ni chavista ni estatista

¡Ca-pi-ta-lis-ta!

En los intermedios del maratón de fútbol televisado, el gobierno instala el proyecto de una nueva ley de servicios de producción audiovisual como “moderna”, “federal” y fundamentalmente “antimonopólica”. Una ley “para que hablemos todos”. Por su parte, intelectuales, escritores, periodistas del progresismo y del kirchnerismo plantean que es una oportunidad histórica para cambiar la ley de radiodifusión que decretó la dictadura videlista pero que, con algunos cambios no muy progresistas, convalidó la democracia. Lo dicen, incluso, compartiendo la evidencia de que los medios audiovisuales transforman todos sus mensajes en una mercancía propia de un capitalismo avanzado que sólo busca el lucro (Carta Abierta 2).

Los opositores sojeros y mediáticos (como gusta decir el también sojero y mediático gobierno) a su vez inscriben la nueva ley en una estrategia de chavización política y regimentación estatal, en nombre de una independencia periodística y empresarial que sólo se limita a proteger los negocios de los multimedia aparentemente afectados. Sin embargo, ni unos ni otros puntualizan claramente que este proyecto es de pura cepa capitalista y trata a la comunicación audiovisual y de masas tal como se da en este régimen político y económico, como un producto financiado por la publicidad. Publicidad que la mantienen en el sistema de cable a pesar de la existencia de un abono pago, publicidad que le permitiría a instituciones como las universidades, que puedan financiar sus medios de comunicación por fuera de las rentas generales.

Este proyecto tampoco es antimonopólico si permite el ingreso de las telefónicas que del tema saben mucho (la ley permite que los medios tengan audiencias hasta el 35 por ciento, más del doble de los países capitalistas “serios”, cuotas de mercado que las telefónicas explotaron sin cuestionamientos peronistas-radicales durante todos estos años). Esta ley no puede ser antimonopólica si mantiene la posibilidad de que un mismo empresario tenga diferentes medios (radio, prensa y televisión) en una misma jurisdicción o territorio.

Esta ley ni siquiera es federal, en los términos que la burguesía lo considera formalmente, porque se limita a asignar puestos de supervisión a representantes de cada provincia sin garantizar el desarrollo de industrias culturales regionales que permitan, en ese aspecto, un mínimo de diversidad. Tampoco esta ley sostiene, en sus efectos, a las denominadas sociedades civiles sin fines de lucro, que se verán lanzadas a buscar financiamiento en el mejor de los casos en la –“otra vez sopa”– publicidad y, en el peor, en fundaciones creadas bajo el amparo de la permisiva ley menemista.

El proyecto se cuida incluso de avanzar, aunque más no sea formalmente, en el reconocimiento de la comunicación audiovisual como “servicio público”, lo que permitiría un cierto protagonismo de los ciudadanos en el control de su funcionamiento y en la discusión de los servicios tarifados. En su artículo 2 la deja establecida como “de interés público”, un “saludo a la bandera”, para dejar tranquilas las conciencias “progres” en tránsito a la desilusión del kirchnerismo.

Los que sí se empiezan a quedar tranquilos son los actuales y futuros permisionarios de los medios: el principal cuestionamiento de los capitalistas mediáticos, la revisión cada dos años de las licencias, ya no será cómo la pintan. Gabriel Mariotto, interventor en el Comfer, manifestó (Página/12, 30/8): “algún actor de la oposición, en línea con algún dictamen de los grupos monopólicos y para desvirtuar la discusión, generó este fantasma. Eso jamás estuvo dicho. De hecho, también hemos certificado y modificado en la redacción del proyecto definitivo que jamás se van revisar las licencias. Cada licencia es adjudicada a quien gane el concurso y tiene un plazo: son diez años renovables por otros diez años”. La posibilidad de audiencias públicas que las revisen queda reservado para un inútil acto comunitario. Los Spolsky, Lázaro Báez, Slim, Werthein y compañía, agradecidos.

Carlos Mangone