Políticas

30/7/2009|1093

"(No) es momento de recordar Katyn"

A propósito de la última película de Adrzej Wajda

En 1989, luego del colapso de la Unión Soviética y 51 años después de ocurrido, el entonces primer ministro de la ex URSS (Gorbachov) admitió que la NKVD, policía secreta soviética, había ejecutado a 25.700 polacos, parte de ellos miembros de la oficialidad del ejército. Las víctimas fueron capturadas en masa y encerradas en campos de concentración durante la invasión y ocupación de Polonia en 1939, por parte de soviéticos y nazis. Los asesinatos se produjeron durante cinco semanas de abril y mayo de 1940, a un ritmo febril y utilizando armas alemanas, para atribuir a éstos la masacre. Según toda la investigación posterior, la orden de eliminar a los prisioneros provino del Kremlin, es decir de Stalin, y fue sistemáticamente atribuida desde entonces al ejército nazi.

Sobre este hecho histórico versa la película “Katyn” de Andrzej Wajda. El padre de Wajda (83 años) fue uno de los asesinados. El realizador advierte sobre el objetivo político de la acción: “…la matanza de Katyn no sólo fue un crimen contra el ejército polaco sino también un crimen contra la cultura polaca. Más de la mitad de esas 22.000 víctimas eran maestros, académicos, doctores, profesores, historiadores, pintores” (Ámbito Financiero, 13/7). El despedazamiento de Polonia fue una de las consecuencias del pacto “maldito” entre Hitler y Stalin suscripto en 1939, que permitió a la Alemania nazi preparar la conquista de Checoslovaquia y desplegar la guerra en el frente occidental. Un pacto sin ingenuidad de parte de la burocracia soviética: “Stalin por sobre todas las cosas teme a la guerra… no puede ir adelante con trabajadores y campesinos descontentos y un Ejército Rojo decapitado. El pacto entre Alemania y la URSS es una capitulación de Stalin ante el imperialismo fascista con el fin de preservar la oligarquía soviética” (León Trotsky, Writings, “The German Soviet Alliance”, 1939).

Fruto de ese pacto, 1.692.000 polacos serían deportados a la URSS y un millón de ellos encontraría la muerte sin regresar a su patria.

Wajda hace un relato minucioso de la masacre, a sabiendas de su ominosidad, porque “cualquiera sabe de los campos de concentración nazis, pero ¿quién sabe lo que ocurrió en Katyn?” (ídem anterior).

Tras la ruptura del pacto y la invasión a Rusia en 1941, los alemanes “descubrieron” las tumbas colectivas. Sin embargo, la “historia oficial” de la burocracia soviética se sostuvo a lo largo de los años con la colaboración de la diplomacia de los países imperialistas “democráticos”. “En virtud de los estatutos de Nuremberg, según los cuales los informes de las comisiones de encuestas de los países aliados tenían el valor de prueba, el informe soviético sobre Katyn, acusando a los alemanes de la matanza… fue aceptado por los vencedores como prueba auténtica, indiscutible, el 8 de agosto de 1945” (“El crimen de Jatyn”, Polish Cultural Foundation, Londres, 1989).

En Polonia, “Katyn” se convirtió en un suceso político y ya fue vista por cerca de tres millones de personas, lo que le permite al realizador analizar el papel del cine en la actualidad. “Desafortunadamente, el cine no tiene hoy el mismo papel que antes en nuestra vida. Las películas políticas y sociales requieren que un enorme público las vea en una enorme sala, y no en soledad frente a una pantalla de plasma. Sólo en el interior de un cine hay una recepción social del cine”.

A estas horas, la conmemoración por los asesinatos de Katyn ha sido pospuesta por el gobierno polaco, con el acuerdo del mismo Wajda, para evitar la “politización” del tema ante las inminentes elecciones. La consigna es: “No es hora de recordar a Katyn”. El silencio sigue.
“Katyn” es una película inmensamente educativa sobre el stalinismo, que la reacción tratará de endilgar (una vez más) al bolchevismo, ignorando que la burocracia que enterró la revolución “no surgió de una manera lógica sino dialéctica; no como su afirmación revolucionaria sino como su negación thermidoriana”, como lo dijo “el viejo” hace setenta años.

Alejandro Rath