Un cuento de Navidad

Era como yo: castaña y de ojos claros, pero más chiquita. Lógico, ella tendría dos años, o tres; yo, más de cincuenta.

Andaba igual que yo, por el microcentro de la ciudad, procurándose algún beneficio económico para poder sobrevivir. Yo, como escritora; ella, vendiendo estampitas religiosas.

Nos conocimos en un bar, a mediados de diciembre. Yo tomando un cortado, ella empinándose sobre sus diminutos pies para estirar su manita sobre la mesa.

En mi mano, floreció una moneda de metal dorado que le alcancé por encima del círculo marrón de la mesa. En la de ella relució una estampita de cuatro centímetros por seis, con un San Expedito aureolado de gloria empuñando la rama de olivo y la cruz.

Luego, ella se perdió sin nombre en la ciudad, mientras yo estampaba el mío en un documento para demandar cierto derecho laboral.

La pequeña Vendedora de Estampitas se orientó en el laberinto de calles rumbo a su vivienda, en una villa de emergencia, en el hemisferio Sur. A medida que caminaba, las monedas plateadas y doradas comenzaron a arder entre sus deditos como fósforos que ya nunca se apagarían, ni en la extraña noche blanca del Hemisferio Norte, ni en la clara noche azul de la Argentina.

A sus espaldas, un ángel llamado Hans Christian Andersen la seguía, acompañado por la Vendedora de Fósforos, una niña hecha de nieve, que iba encendiendo llamitas una tras otra, eternamente.

Eugenia Cabral (diciembre de 2008)