Políticas

27/1/2022

Editorial

Un febrero caliente

Ojo Obrero fotografía

Cuando estamos a punto de concluir enero, como era previsible, las tensiones en las negociaciones con el FMI están escalando rápidamente. Todas las miradas están concentradas en si se va a pagar al Fondo los casi 1.100 millones de dólares que vencen en estos días. Habría que agregar que simultáneamente el mes entrante vencen otros 300 millones con el Club de París y otros organismos multilaterales. El país deberá hacer frente a estos compromisos en momentos en que las reservas netas del Banco Central han pasado a ser negativas. De acuerdo a algunas estimaciones, el rojo ya sería de 2.500 millones (La Nación, 25/1), lo que corroboraría que el gobierno habría comenzado a echar mano a los encajes de los dólares de los depósitos de los ahorristas. Recordemos, ahora que se cumplieron los veinte años, que este despojo fue uno de los disparadores de la crisis del 2001. Bajo estas condiciones la corrida cambiaria en curso podría potenciarse con una crisis bancaria.

Lo cierto es que en este cuadro crecen las presiones para forzar un acuerdo con el FMI. Por lo pronto el dólar blue y financiero se han ido por las nubes, aumentando la brecha cambiaria y provocando una aceleración de las tendencias devaluacionistas e inflacionarias.

El pago no sería un rayo en cielo sereno. Se inscribe en un marco de otras medidas que viene implementando el gobierno y que dan cuenta de una orientación oficial. En este mes se ha dispuesto un aumento de las tasas de interés, una aceleración de la devaluación del dólar oficial y el anuncio de un aumento de las tarifas -inicialmente se habló de un 20%, pero en los últimos días se hace referencia que el salto podría orillar un 47 %. Lo más importante es que, luego del fracaso de tentativa de hacer pasar el proyecto de Presupuesto 2022, la cartera económica ha dispuesto discrecionalmente un recorte para este año de las partidas de educación, salud y asistencia social. La principal carta que se reserva el dúo Fernández-Guzmán, como ya ocurrió el año pasado, es la inflación, por intermedio de la cual proceder a licuar los salarios y jubilaciones e incrementar la recaudación. No olvidemos que en 2021 la Casa Rosada fue más lejos en el achicamiento del déficit fiscal que las metas comprometidas con el FMI.

A mitad de camino

Salta a la vista, a la luz de lo expuesto, la voluntad de la coalición oficialista por contemporizar con las exigencias del FMI: mientras se cacarea para la tribuna que no se va a aceptar un ajuste, este se viene abriendo paso y ejecutando por diferentes vías. Pero el Fondo pretende ir más lejos. Reclama una devaluación mayor de modo de reducir la brecha cambiaria, remover cepos y el intervencionismo estatal, tarifazos en regla que disminuyan sensiblemente el monto de subsidios y un ajuste más duro que no haga depender exclusivamente de la inflación la depreciación de los salarios.

Esto ha provocado un impasse. La política oficial, incluidos los últimos anuncios, no logró satisfacer las demandas y apetencias del capital internacional pero bastó para acentuar más el descalabro y desorganización económica y de la mano de eso, mayores penurias y privaciones para la población trabajadora.

El derrumbe está a flor de piel: desplome de los bonos y acciones argentinas, aumento del riesgo país y una inflación que no tiene techo que podría terminar desatando una explosión hiperinflacionaria. Las contradicciones de la actual situación económica y social exceden holgadamente la capacidad de pilotearla por parte de esta nueva tentativa nacionalista. Los límites insalvables del “bonapartismo en tiempos de default” están a la vista, con más razón cuando tropiezan con las tendencias dislocadoras de la crisis capitalista mundial. Sin ir más lejos, esta semana las bolsas mundiales han debutado con un “lunes negro”, acicateadas por el inminente aumento de las tasas de interés en Estados Unidos y el recrudecimiento del conflicto y amenaza de guerra en Ucrania. Este escenario plantea un encarecimiento de la deuda y una acentuación de las presiones económicas, políticas y diplomáticas sobre los países emergentes, que obviamente se extiende a Argentina.

El gobierno, encima, debe enfrentar la sequía en el campo que provocaría una merma de 3.000 ó 4.000 millones en el ingreso dólares, en momentos que el gobierno más los necesita para hacer frente al pago de la deuda. Ni que hablar que este estrangulamiento compromete las importaciones necesarias para la producción local, cuyos efectos ya se están viendo en diferentes ramas de la economía, o sea una perspectiva recesiva.

Frente a este panorama, la insatisfacción no se circunscribe al gran capital internacional sino que recorre a todas las clases sociales. Los reclamos, choques y divisiones de la burguesía crecen en forma proporcional al desmadre que se registra. A raíz de la sequía y el salto en la brecha cambiaria, se intensifican los reclamos de los ruralistas en favor de una rebaja de las retenciones y, por supuesto, de una devaluación. A su turno las empresas de transporte han dispuesto paralizar el servicio nocturno exigiendo un aumento de los subsidios. Las privatizadas de la energía piden una recomposición de las tarifas y eventualmente una cobertura de subsidios. No se nos puede escapar que la mayoría de estos reclamos implicaría un aumento del déficit fiscal, lo cual entra en colisión con las exigencias del FMI.

Este cuadro de situación es la base de la disgregación de la coalición oficialista. Los rumores de renuncia de Juan Manzur a la Jefatura de Gabinete están indicando que la tentativa por recostarse en los gobernadores para remontar la derrota electoral hace aguas. El gobernador cordobés Juan Schiaretti, alejado del gobierno, ha redoblado la apuesta y ha asumido como propio el reclamo de los ruralistas que tiene la simpatía de otros gobiernos provinciales más cercanos al oficialismo. También explica las crisis de la oposición, que busca no quedar pegada a los efectos del ajuste poniendo de manifiesto que ella tampoco tiene un “plan”, como lo reveló la fracasada experiencia macrista. En síntesis, el impasse e impotencia de ambos bloques domina el escenario político.

El ajuste se produce en el mismo momento en que los contagios por coronavirus se multiplican, la curva de fallecidos es cada vez más empinada, el sistema de salud muestra un agotamiento y el gobierno ha terminado por ceder por completo a las presiones patronales a costa de la salud de los trabajadores.

Sube la temperatura

A partir de lo expuesto, todo parece indicar que vamos a un mes de febrero caliente. Una de las posibilidades es que el gobierno termine cediendo a las demandas del FMI, cuestión que ya ocurrió en el pasado con el desenlace de la negociación con los bonistas. Podría haber algún guiño favorable desde Washington para “flexibilizar” algunos de los condicionamientos, pero en el marco de los lineamientos de ajuste que el Fondo viene fogoneando (El Cronista, 26/1). No hay que descartar sin embargo que se postergue la firma de un acuerdo. Se ha empezado a barajar un “acuerdo precario”, que evitaría en lo inmediato un default (habría una ventana de seis meses desde el momento del incumplimiento del pago hasta que el país es declarado técnicamente en cesación de pagos) pero patearía para más adelante un refinanciamiento de la deuda. En este interregno, las presiones del Fondo apuntarían a que el gobierno vaya dando pasos a la medida de esas exigencias y condicionar por esa vía todo el proceso político hasta las elecciones de 2023. Lejos de una atenuación, se podrían en marcha, cualquiera sea la variante que prospere, una nueva vuelta de tuerca en el ajuste y nuevos golpes al bolsillo popular.

Entramos en una etapa convulsiva. Tengamos presente que la implementación de los planes fondomonetaristas, como el que se pretende ejecutar en Argentina, han terminado desatando rebeliones populares en América Latina. Hay una preocupación fundada en ese sentido en la clase dirigente local y sus partidos. Lo cierto es que el descontento es mayor y la distancia que separa a los trabajadores del gobierno crece. La carestía que parece no encontrar techo ha puesto en el tapete la cuestión del salario. La CGT se ha visto obligada a declarar que la inflación “está fuera de control” y Pallazzo del gremio bancario acaba de plantear la reapertura de las paritarias. La burocracia olfatea el mar de fondo que se está incubando por abajo.

Este disconformismo se ha traducido en diferentes manifestaciones de lucha. A finales de año, estalló el Chubutazo y luego el “Atlanticazo,” que están íntimamente conectados con las tratativas con el FMI, pues uno de los propósitos principales de estos proyectos megamineros y petroleros que despertaron la resistencia popular apunta a juntar los dólares para pagar la deuda. El comienzo del año arrancó también con el movimiento piquetero en pie de lucha frente a la tentativa del gobierno de dejar en la congeladora la apertura de planes sociales que se había comprometido. Es necesario abrir la deliberación en las organizaciones obreras y populares, multiplicar las iniciativas de lucha en cada lugar de trabajo, estudio, en las barriadas y confluir en una gran movilización política común por el rechazo al acuerdo con el FMI, oponiéndole un programa de salida de los trabajadores: una reorganización económica y social que parta del repudio de la deuda usuraria y quebrar el saqueo mediante la nacionalización bajo control obrero de la banca y el comercio exterior, y apunte a invertir el ahorro nacional en función de las necesidades sociales y un desarrollo independiente del país.