Sociedad

21/3/2013|1260

Francisco dividió a los K

Ni el ‘modelo’, ni el ‘proyecto nacional’, salvaron al kirchnerismo del ‘papazo’. La homogeneidad del discurso nac&pop no resistió el ‘romanazo’. Quien hasta ayer era el aliado ‘espiritual’ de Magnetto, se ha convertido, religiosamente, en un ícono del ‘populismo’. El campo oficial, poblado de camarillas, recibió la designación de Bergoglio con una crisis política en todos los niveles. La reacción inicial de pánico fue seguida por un ‘sálvese quien pueda’, y al final hasta el talibán D’Elía se hincó en el piso. Los Verbitsky, Horacio González y compañía, quedaron colgados del pincel, aunque con el paso de los días Página/12 fue ‘reequilibrando’ sus columnas de opinión.


La división que provocó el obispo ‘destituyente’ se manifestó en el chavismo latinoamericano -con Maduro y Correa a la cabeza tomando la hostia. Los “nacionales y populares” de toda América le han servido al Vaticano un arma de intervención política con la que la curia no contaba.


De acuerdo con varias versiones, los K operaron abiertamente para evitar la designación de Bergoglio. El embajador en el Vaticano, ‘Juampi’ Cafiero, habría recurrido a los servicios de un ex menemista para hacer llegar a los cardenales la carpeta con las denuncias acerca del papel de Bergoglio en el secuestro de dos curas jesuitas (Yorio y Jalics). Cafiero tuvo tiempo, siempre según esas versiones, de advertir a la cancillería que el “carpetazo” no habría producido efecto. Ante el hecho consumado, la propia CFK encabezó el giro pro-Vaticano. Del carpetazo fracasado pasó al regalo de un equipo de mate que le llevó al monarca (producido por una cooperativa trucha sin derechos laborales).


Si el gobierno creyó, siquiera por un momento, que el Vaticano podía rechazar un candidato por haber colaborado con una dictadura, debería despedir por lo menos a todo su servicio exterior. Bajo la dictadura, como cuando cayó por la derrota en Malvinas, la Iglesia local y el Vaticano demostraron ser cabales instituciones de Estado -un recurso último para salvar al sistema social capitalista y a su aparato político. Lo volvió a demostrar en la bancarrota de 2002, y vuelve a hacerlo ahora, cuando le tira una soga a la ahogada.


La derecha cristinista, encabezada por el barrabrava Moreno, apreció mejor la encrucijada que la ‘inteligentzia’ nac&pop. Moreno inundó el Mercado Central con fotos -el “Papa peronista”- de su ex compañero de Guardia de Hierro. Lo siguieron los gobernadores, uno tras otro. D’Elía, puntero histórico de la Pastoral Social, hizo un giro de 360 grados: compañero de Bergoglio en el “diálogo social” de 2002, lo acusó, ahora como cristinista, de entregador de sacerdotes bajo la dictadura, para volver al punto de partida de un modo desorbitado, pues lo comparó a los “cristianos primitivos”. La Cámpora se persignó con una misa de ‘acoglienza’ al nuevo Papa. Cuánta razón tenía Cervantes: “¡Cosas vederes, Sancho!” Verbitsky quedó aislado, en la compañía de Carta Abierta; Carlotto y Bonafini, sin margen para una retirada. El “Chino” Navarro -la izquierda de la izquierda K- los dejó en orsai al declarar que las denuncias de Verbitsky eran infundadas.


El cambio de frente del oficialismo no es una salida al paso. El kirchnerismo busca una transacción con Bergoglio. Ya insinúa mandar al archivo las modificaciones laicistas que fueron anunciadas para el Código Civil. Esto archivaría también el pretexto de modernizar la Constitución para amparar la convocatoria a una Constituyente. Ahora bien, lo último que va a entregar el cristinismo es la re-re, con la especulación de que la política argentina no tiene mesa de ofertas para el Papa. Se olvida, lamentablemente, del ‘peronismo’: gobernadores, intendentes y burócratas sindicales ya están notificados de que tienen que preparar la sucesión de una papisa. Viviani sonríe entre Francisco y Cristina.


La división producida en el cristinismo (y en el chavismo) es la expresión circunstancial de un impasse definitivo del actual régimen político. Para la izquierda es un aliciente adicional para producir, mediante una campaña política enérgica, un principio de reagrupamiento histórico de los trabajadores.