Aniversarios

A 35 años de la catástrofe atómica de Chernobyl

La noche del 25 al 26 de abril de 1986, a la 1:23 de la madrugada, en el reactor número 4 de la planta nuclear de Chernobyl  tuvo lugar el mayor accidente nuclear de la historia de la energía atómica. El mismo ocurrió en circunstancias en que los expertos soviéticos llevaban a cabo un ensayo rutinario de seguridad. Cabe señalar que los cuatro reactores de la planta nuclear eran del tipo RBMK-1000, que de acuerdo con la opinión de los especialistas era altamente peligroso. Esos cuatro reactores formaban parte de un conjunto de quince existentes en la URSS, que proporcionaban la mitad de su potencia nuclear y de ellos dependía el suministro del 5% de la energía eléctrica.

La primera explosión lanzó al aire la losa de cuatro toneladas que soportaba el reactor y destruyó el sistema de contención, lo cual posibilitó el ingreso de aire, que facilitó la combustión de grafito. Esto disparó la tragedia en términos de vidas humanas y destrucción de la naturaleza (que luego describiremos), y que se prolongó por décadas. A partir del estallido que mencionamos, comenzó una lucha sin cuartel por parte de trabajadores que trabajaron denodadamente contra la catástrofe. Los helicópteros lanzaron sobre el núcleo del reactor más de cinco mil toneladas de plomo, boro y otros materiales, construyeron una inmensa losa de 410.000 metros cúbicos de hormigón y siete mil toneladas de acero, cuya terminación tuvo lugar en noviembre de 1986. Con todo, ese reactor permanecerá radiactivo por ¡los próximos cien años!

Es que la explosión despidió la losa superior del reactor de unas mil toneladas seccionando todos los canales de combustible y derribando las paredes de hormigón del edificio. Eso lanzó fragmentos calientes del núcleo del reactor que salieron expulsados afuera, provocando dos incendios que causaron que el grafito comenzara a arder; los productos radiactivos más pesados volaron más de un kilómetro en el aire y los gases nobles (más livianos) se dispersaron en el aire, liberando la radiactividad.

El 70% del material radiactivo arrojado por la explosión cayó sobre Bielorrusia y perjudicó al 23% de su territorio, mientras que el ucraniano fue afectado en un 4,8% y el ruso en un 0,5%. Se estima que el Cesio-137 se extendió sobre 1,8 millones de hectáreas de Bielorrusia, el Estroncio 90, sobre 0,5 millones de hectáreas y que el 26% de los bosques y más del 50% de los prados a orillas de los ríos Pripiat, Dnepr y Sozh se contaminaron.

Hay estimaciones que destacan que de los 115.000 liquidadores (bomberos, científicos, trabajadores de limpieza, etc.) que trabajaron en las tareas de rescate, limpieza y otras referidas a la resolución de la catástrofe el 15%  había muerto en 2005. En Bielorrusia, en 1988, el 68% de esos liquidadores se consideraba sano, mientras que en 2014 esa calificación correspondía a solo el 5% de ellos. Es que el tiempo, lejos de amortiguar los efectos del desastre, solo ha sido un período de latencia, de maduración del cáncer en razón de los daños de las radiaciones nucleares.

En 2018, 11.800.000 habitantes de Ucrania, incluidos 377.589 niños estaban registrados como víctimas del desastre.

Las tierras afectadas sufrieron la contaminación de iodo radiactivo, incidiendo en las pasturas de los animales que también contaminaron la leche en los días inmediatos posteriores al accidente.

El porcentaje de la radiactividad liberada depositada en Europa como resultado de esta catástrofe es: Bielorrusia, 33,5%; Rusia, 23,9%; Ucrania, 20%; Suecia; 4,4%; Bulgaria, 2,8%; Finlandia, 4,3%; Austria, 2,7%; Noruega, 2,3%; Rumania, 2%; Alemania, 1,1% y otros, 3%.

Como consecuencia de la explosión, miles de personas absorbieron cantidad de Iodo 131 y Cesio 137, que se acumulan en la tiroides y causa hipertiroidismo y cáncer, sobre todo en niños.

Según el Instituto Varilov de Genética General de Moscú, el ADN de células germinales que transmiten la información genética es dañado por la radiactividad. Las consecuencias son que las pequeñas dosis de radiación  aumentan cada año la cantidad de niños con disfunciones neuropsicológicas o mutaciones genéticas.

Cabe decir que antes del accidente existían ochenta y dos casos de cáncer cada cien mil habitantes en Bielorrusia, aumentando posteriormente a seis mil respecto de esa misma cantidad de habitantes.

La Organización Mundial de la Salud descubrió que el cáncer de tiroides en Bielorrusia era doscientos ochenta y cinco veces más frecuente que antes de la catástrofe de Chernobyl y que en Ucrania la misma enfermedad se había incrementado en un 30% respecto del período anterior. Por otra parte, se ha descubierto que la radiactividad a que dio lugar esta catástrofe quiebra el sistema inmunológico. A partir del accidente de Chernobyl creció la cantidad de enfermos de leucemia entre el personal que trabajó atacando la catástrofe (liquidadores).

 

La catástrofe, síntoma lapidario de una burocracia en descomposición

La explosión del reactor se produjo poco después de la una de la mañana. Era un fin de semana. Gorbachov, jefe de Estado de la URSS, se enteró a las cinco. Su actitud inmediata fue ocultar la catástrofe, sin importar la vida de los afectados. El historiador ucraniano, Serhii Plokhii, en su libro Chernobyl, historia de una catástrofe nuclear,  explica que el hombre más poderoso de la Unión Soviética no vio la necesidad de despertar a otros líderes políticos o de interrumpir  su fin de semana con una sesión de emergencia. En lugar de hacerlo, creó una comisión gubernamental liderada  por Boris Schsherbina, vicepresidente del Consejo de ministros para investigar las causas de la explosión. Pero de esa reunión no surgió la resolución de evacuar. El mismo historiador señala algo que retrata el parasitismo de la burocracia contrarrevolucionaria de la ex URSS y la defensa de sus intereses ajenos a los del pueblo soviético, consistentes en preservar los beneficios económicos y sociales (sus privilegios) que le otorgaba administrar el Estado obrero que había usurpado: “El gobierno soviético no estaba dispuesto a que las malas noticias se propagaran tan rápido como las radiaciones. Por eso cortó las redes telefónicas, y a los ingenieros y trabajadores se les prohibió compartir las noticias sobre lo ocurrido con sus amigos y familiares”. “Guardar silencio era un protocolo normalizado en la Unión Soviética”, aseveró en un reportaje el autor. En 1957 lo consiguieron luego de un accidente nuclear en Kyshtim (en los Urales), que por su distancia con otros países tuvo éxito.

La actitud frente a la catástrofe por parte de la burocracia del Estado soviético y del PCUS fue la expresión también de su ineptitud e inoperancia. Expresaba la enorme contradicción entre la gran capacidad de sus obreros, técnicos, científicos y profesionales, por un lado, y el parasitismo de la burocracia dirigente de la URSS, por el otro. La burocracia adoptaba decisiones completamente al margen de la intervención creadora de los trabajadores en todos los planos. Esto ocurrió en Chernobyl de un modo extremadamente grave. Pero también se manifestaba en las empresas estatales, en las que los directores actuaban de la misma forma. Chernobyl vino a mostrar al mundo que el gobierno de la URSS estaba retrasado en el desarrollo de su energía nuclear, que carecía de una planificación para su sostenimiento y de una infraestructura adecuada. Los trabajadores denunciaban las condiciones de precariedad en la construcción de reactores, así como la falta de suministros y recursos para su desarrollo y los peligros de la radiación, y que carecían de medios para medir las radiaciones elevadas (que algunos, más potentes, estaban celosamente guardados).

La declinación de la burocracia stalinista

La declinación de la burocracia usurpadora de la URSS se había expresado mucho antes. En rigor, la burocracia encaramada en el Estado obrero, al mismo tiempo había pavimentado el camino hacia su liquidación, actuando como un aparato contrarrevolucionario mundial y sentando las bases hacia la restauración capitalista. La falsa teoría del “socialismo en un solo país” con la que pretendió justificar esa política contrarrevolucionaria quedó en ridículo al ser desmentida por los hechos la posibilidad de que la URSS podía superar a los países capitalistas más avanzados en el terreno de la coexistencia pacífica sin que fuera necesaria la revolución mundial. En los años ’80, el abastecimiento energético de la Unión Soviética atravesaba enormes dificultades. Lo mismo ocurría con la producción siderúrgica y petrolera, como así también en la antigüedad de sus plantas de generación, como ocurrió precisamente en Chernobyl. El estancamiento agrícola era manifiesto y se expresaba en la baja producción de cereales. Los directores de empresas tenían asignadas determinadas cuotas de producción cuyo cumplimiento era falseado en las estadísticas para conformar a la nomenklatura (el aparato del PCUS) o bien se cumplía desdeñando la calidad de los productos, lo cual los hacía inservibles o desechables en poco tiempo.

Esta casta constituida por directores de empresas estatales, incluida la planta de Chernobyl, formaban parte de la futura oligarquía que iba a surgir tras la disolución de la URSS y que sería el corolario de una tendencia inevitable a transformarse de burócratas privilegiados en capitalistas. Chernobyl, finalmente, no fue más que la manifestación más cruda de estas tendencias contra las que la clase obrera soviética y mundial debían enfrentarse para terminar tanto con  la explotación del capital como de la opresión de la burocracia y las consecuencias catastróficas de la misma. Porque, como señalaba Trotsky en La Revolución permanente, “la contención de la revolución socialista dentro de un territorio nacional empieza dentro de las fronteras nacionales; pero no puede contenerse en ellas. La contención de la revolución socialista dentro de un territorio nacional no puede ser más que un régimen transitorio, aunque sea prolongado, como lo demuestra la experiencia de la Unión Soviética. Sin embargo, con la existencia de una dictadura proletaria aislada, las contradicciones interiores y exteriores crecen paralelamente a los éxitos. De continuar aislado el Estado proletario, caería más tarde o más temprano, víctima de esas contradicciones…”.

Chernobyl fue una expresión trágica de esas contradicciones y la disolución de la URSS, la constatación práctica de las mismas. La burocracia soviética, en su derrotero hacia la restauración capitalista, tuvo como una de sus estaciones intermedias la responsabilidad de la tragedia de Chernobyl. El imperialismo, como parte de su descomposición, en su carrera por la defensa de su tasa de beneficio, dejó su legado de desastres nucleares (empezando por Hiroshima y Nagasaki) en Chalk River, Fukushima, Monticello, Windscale y otras. La clase obrera de los Estados obreros enfrentó revolucionariamente en las décadas del ’50, ’60 y ’70 a esa burocracia (en Polonia, Hungría, Checoslovaquia, Alemania del Este) mostrando el camino de la revolución política, como parte de la revolución socialista mundial, en su lucha contra la barbarie capitalista, pero también contra el opresor burocrático que estrangulaba el progreso, oprimiendo a la clase obrera, y que había contribuido a su derrota antes y después de la Segunda Guerra.

Los desastres nucleares como Chernobyl encuentran hoy expresiones similares en la depredación minera, el envenenamiento de los ríos y mares, los incendios de selvas y bosques, las inundaciones, como resultado de la depredación del capital, y su mismo agotamiento se manifiesta en la guerra comercial y de monedas, así como su concomitante carrera armamentista.

Chernobyl y la catástrofe presente ponen al descubierto la necesidad de la revolución socialista para liberar las fuerzas productivas, ponerlas al servicio de la humanidad y convertir a los trabajadores en el motor creativo de esa tarea.